Argentina: La justicia exculpa a la guerrilla montonera por crímenes de lesa humanidad

Juan Gasparini (Ginebra/ PES/AL)

Creada por la jurisprudencia mundial para preservar la memoria histórica de las víctimas de violaciones graves de los derechos humanos, la noción de crímenes de lesa humanidad no debe aplicarse a los delitos cometidos por los Montoneros, en el ejercicio de la lucha armada durante la dictadura militar (1976-1983), ha confirmado la Corte Suprema de Justicia de la Nación de la República Argentina. Coincidentemente, meses antes y pocos días más tarde, dos jueces de primera instancia de Buenos Aires han pronunciado otros dos dictámenes de similar naturaleza para con sonadas operaciones urbanas de los Montoneros en el periodo previo al golpe de las Fuerzas Armadas del 24 de marzo de 1976, cuando gobernaba constitucionalmente el matrimonio Perón (1973-1976): el secuestro contra pago de rescate de un directivo de la multinacional Mercedes Benz y el asesinato del líder sindical José Ignacio Rucci.

Es practicamente “cosa juzgada” en los tribunales nacionales que la manifestación político-militar de “la tendencia revolucionaria del peronismo” no llevó a cabo un ataque masivo y sistemático contra la población civil en los años 70, sobre la base de un patrón represivo, como exigen los principios reconocidos por Naciones Unidas para imputar que un Estado o un grupo no estatal haya perpetrado esas infracciones imprescriptibles. Los hechos violentos de los cuales pueden responsabilizarse a los Montoneros han por tanto prescrito, y a quienes sufrieron las sangrientas consecuencias, familiares y allegados, hoy solo los asiste el derecho a la verdad, sin efectos penales.

Al propio tiempo, el artículo que acaba de publicar el diario El País de España el 29 de julio de 2012 sobre los vínculos internacionales de ETA, confirma mi investigación periodística en los archivos de la policía federal suiza, que se reproduce a continuación, cuyo contenido establece que los Montoneros no tuvieron relaciones con organizaciones o dirigentes a los que se les endilgan prácticas terroristas. Adicionalmente podría sumarse la condena pública de los Montoneros a la única operación con apariencias de guerrilla urbana efectuada por argentinos fuera del país en aquellos años, que constituyó el secuestro en París del jefe de la FIAT en Francia, Luchino Revelli-Beaumont, el 14 de abril de 1977, cuyo móvil, se estableció, fue de origen crapuloso.

La desclasificación helvética

Cada quien debe hacer una petición a título personal ante las autoridades federales suizas para acceder a los tesoros de documentación en las bóvedas climatizadas de los subsuelos de los palacios gubernamentales en Berna. Los documentos puestos a disposición del derecho individual de un periodista para consultar y publicar basándose en lo conseguido en fuentes confidenciales oficiales pasaron, en esta ocasión, por el cedazo de una comisión investigadora bicameral. Se los examinó para ver si estaban pringados por las autodenominadas P 26 y P 27, una estructura paramilitar bicéfala, equivalente en Suiza a la famosa Red Gladio de Italia, concebida tras la invasión de los tanques del Pacto de Varsovia a Hungría en 1956. Estimando inevitable un ataque soviético a Europa Occidental, se desplegaron entonces en las cloacas de algunos organismos legales de seguridad de los países integrantes de la OTAN y sus aliados unos dispositivos ultraclandestinos que actuaban con métodos no convencionales, financiados mediante fondos reservados desviados a tal efecto, capaces de resistir y sabotear una eventual invasión de las tropas de Moscú y sus satélites. Las P-26 y P-27 de Suiza contaban con 400 oficiales que paralelamente ocupaban puestos diversos en las instituciones políticas y de defensa oficiales, y 2.000 soldados: tenían jefatura, tecnología, material militar sofisticado, logística e instalaciones autónomas del Ejercito y de las cámaras legislativas locales, almacenando reservas de divisas convertidas en lingotes de oro. Estos engendros intercambiaban información en los suburbios de la Alianza Atlántica, y se ocupaban también de controlar al «enemigo interno», es decir a sus compatriotas y/o extranjeros residentes que pudieran alentar la «subversión», susceptible de favorecer la anunciada agresión externa. Las P-26 y P-27 fueron disueltas a fines del siglo pasado, sus bienes y armamento confiscados y el «tesoro de guerra» donado a la Cruz Roja. Sus bancos de datos pasaron bajo la lupa del ministerio suizo de Justicia y policía para ver si contaminaron los cuerpos de seguridad del Estado. Las cajas y carpetas de cuyas entrañas surge el expediente consagrado a los Montoneros, salieron indemnes del examen. El centenar de folios traslucen el afán por verificar la hipótesis terrorista en los episodios protagonizados por los rebeldes argentinos por varios países del mundo, un cometido probablemente justificado por razones preventivas que, sin embargo, resultó infructuoso.

La falsa presunción terrorista

Entre 1977 y 1984, en efecto, los servicios de inteligencia suizos exploraron indicios en Europa y América Latina sobre presuntas conexiones de los Montoneros con bandas terroristas como las Brigadas Rojas en Italia, los Grapo en España y el liderado por el venezolano Ilich Ramirez, alias Carlos. La exhumación de ciertos papeles secretos sacados a luz por los Archivos Federales de la Confederación Helvética trazan un seguimiento altisonante de las huellas guerrilleras latinoamericanas. Escrutan en la trama que incluye al MIR de Chile y a los Tupamaros de Uruguay, pero no aportan ninguna información tangible que indique que la insurgencia armada en el Cono Sur haya formado parte la nebulosa terrorista en la que la inscribió el discurso dominante de las policías del Viejo Continente durante la «guerra fría».

El interés suizo por los Montoneros aparece en 1977, un año en que coinciden una serie de comunicaciones. Las más antiguas corresponden al Consejero Héctor Martínez Castro, de la Embajada Argentina en Berna, empeñado en conseguir la captura del primus inter pares de los Montoneros, Mario Eduardo Firmenich, una requisitoria que el ministerio suizo de Justicia y Policía echó a dormir, arropada en vicios de forma y argucias jurídicas. Tal actitud evidencia la voluntad persecutoria de la dictadura militar para con el jefe de la guerrilla peronista, la cual desarma las teorías que señalaban a Firmenich como agente del régimen castrense y que actuó en la oscuridad para destruir a los Montoneros desde adentro, versión sostenida, entre otros, por el periodista estadounidense Martin Andersen en su libro El mito de la guerra sucia, editado en Argentina por Planeta en 1993, y por el diario La Nación de Buenos Aires. (1)

Otros dos «subversivos» se añadieron a la lista de solicitudes de arresto «con fines extradicionales» formuladas por el obstinado diplomático Martínez Castro, cuyas razones se remiten al aislamiento internacional que trataba de neutralizar la Junta Militar. Les preocupaba el abogado Rodolfo Mattarollo y la dirigente de la rama femenina de los Montoneros, Lidia Masaferro, los cuales nunca fueron inquietados en Suiza a pesar de sus constantes visitas durante esos años para presentar denuncias en la ONU por violaciones de los derechos humanos en Argentina. Quizá no sea ocioso rememorar que fue justamente Mattarollo, mandatado por la Comisión Internacional de Juristas (CIJ), y Masaferro, acreditada por la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU), con oficinas en Madrid, quienes desde el verano europeo de 1976 iniciaron en solitario la batalla diplomática en la sede de Naciones Unidas en Ginebra contra el ominoso embajador argentino Gabriel Martínez, ferviente encubridor de los crímenes de las Fuerzas Armadas.

Quizá motivados por las alegaciones provenientes de la Cancillería en Buenos Aires, que tenían por blanco preferencial a Firmenich, se explican las fotocopias cronológicamente recolectadas por las P26 y P 27. Unas provienen de la Embajada Suiza en Italia. Otra, emanada de la policía de Ginebra, fue suscrita por el inspector Claude Monnier, un funcionario entrenado en las escuelas militares estadounidenses del Canal de Panamá que hablaba perfectamente el castellano. Es así que desde Roma brotan las reproducciones de los documentos falsos de identidad utilizados por Firmenich en su paso por la aduana italiana, quien abandonara la Argentina al cierre de 1976 para ponerse a salvo del desmantelamiento que sufría la organización bajo su mando a raíz de la represión desatada contra ellos dentro de la geografía local. A una cedula de la Policía Federal con su foto, a nombre de Juan Domingo Morelli, nacido en 1948, domiciliado en Ramos Mejia, Buenos Aires, le acompaña la primera página del pasaporte de Julio Raúl Labarre, nacido el 9 de julio de 1952 en Río Cuarto, Córdoba, que los suizos aventuran portaba Fernando Vaca Narvaja, uno de sus lugartenientes. La delegación diplomática helvética en Italia trasmitió asimismo una serie de notas sobre Montoneros, advirtiendo que entre sus colaboradores figuraba el cantante francés de origen armenio Charles Aznavour, recomendando vigilar su residencia de vacaciones en Crans-sur Sierre, en el montañoso Cantón de Valais, de la región suiza de habla francesa.

Pesquisa en Ginebra

Enseguida pueden leerse los resultados del minucioso espionaje practicado en Ginebra en 1978, apuntando a latinoamericanos candidatos al asilo político. Supuestamente lo promueve el robo acaso disfrazado de hallazgo, de un portafolio aparentemente extraviado por Flavio Baumann, un estudiante suizo de literatura, que alojaba en su apartamento a dos mujeres: María Eugenia Oyola, chilena simpatizante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria de ese país (MIR) y la argentina Nélida Augier, tildada de concubina del ya difunto dirigente del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) Benito Urteaga, caracterizado como correligionario de Mario Santucho, al que no obstante el Inspector Monnier, cayendo en un error inconmensurable, unge en cabecilla de los Montoneros.

Recorriendo los andariveles del portafolios del joven Baumann, se destapa que los antes aludidos Rodolfo Mattarollo y Lidia Masaferro, y el abogado argentino Gustavo Adolfo Roca, celebraron una conferencia de prensa en el Hotel Intercontinental de Ginebra el 23 de febrero de 1978, auspiciada por la CADHU, considerada «revolucionaria de tendencia marxista», omitiendo notificar que allí se ventilaron testimonios sobre las atrocidades perpetradas por las Fuerzas Armadas de Argentina. Tampoco se explica el móvil por el cual los denunciantes se desplazaban en un automóvil perteneciente a la funcionaria de la ONU de nacionalidad portuguesa Melanie Macario, como si no fuera necesario recalcar que en Ginebra se afinca el sistema de Naciones Unidas de protección y promoción de los derechos humanos. El relato incorpora a otras personas, concretamente a los argentinos refugiados en Suiza María Teresa Georgiadis y Carlos Pellegrini, entrevistados por una emisión de televisión suiza donde revelaron las torturas padecidas en la Argentina, un programa de reportajes conducido en esas fechas por el renombrado periodista Eric Lehmann, luego transfigurado en jefe de policía del Cantón de Vaud, cuya capital es Lausana, vecina de Ginebra. A 35 años de aquellos hechos, conviene dejar escrito que Gustavo Adolfo Roca y Lidia Masaferro fallecieron en Argentina a la vuelta del exilio, y que Rodolfo Mattarollo ha sido funcionario polivalente del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

El fantasma de Carlos

Entre el público que concurriera a la conferencia de prensa que estos dieran investidos por la CADHU en 1978 la pesquisa detectó a la venezolana Cecilia Matos, empleada diplomática domiciliada en Venezuela pero que venía de Paris, y había alquilado un auto en Zúrich. Su presencia abrió una brecha errática que el Inspector Monnier hizo desembocar en el celebre venezolano Ilich Ramirez, apodado Carlos, después condenado a cadena perpetua en Francia por su incriminación en atentados terroristas. Tres años antes Cecilia Matos había compartido una habitación del Hotel Presidente de Ginebra con su compatriota Dalia Fuentes Quintana, «una amiga de la familia del terrorista Carlos», detalle que los servicios británicos retuvieron de un golpe telefónico de la propia Dalia Fuentes Quintana efectuado a la policía inglesa desde su vivienda en Londres el 7 de julio de 1975, alertando que Carlos la había llamado el día antes para pedirle ayuda, advirtiendo que ella había rechazado solidarizarse con él.

Este Carlos vuelve a aparecer en el expediente de los Montoneros de la policía federal de Suiza el 28 de noviembre de 1978, en una comunicación cuya fuente «aún no ha hecho sus pruebas», designándolo a la cabeza de un Frente Popular de Liberación Alemán (FPLA), dándolo por invitado a una reunión en Roma celebrada un mes antes. Por cierto Carlos no concurre finalmente a la cita, a la que se afirma asisten los montoneros Armando Croatto, Juan Gelman y Mario Firmenich. Se suman al diagrama del pretendido conclave las siluetas de dos miembros de una Organización Comunista Combatiente (OCC) que no se dice quienes fueron, y dos integrantes de las Brigadas Rojas, subrayando que uno de ellos se llamaba Alberto Franceschini. Pero esta última puntualización se desvanece al promediar el informe cuando la comisaría que trata la información en Berna, anota de su cosecha la contradicción que Franceschini se hallaba preso en Italia desde 1974.

La pista cubana

Si hubo un confidente en Roma, que a todas luces no era fiable, los suizos corporizan a otro que siembra el misterio. Irrumpe desde La Habana. Despachó su mensaje vía Montevideo. Dio cuenta de una reunión de un Directorio de Liberación celebrada en julio de 1977, presidida por Fidel Castro. Su credibilidad es considerada «segura», de confianza «verificada» y «sólida». Relata que en torno a Castro se acodaban el alto cargo cubano Carlos Rafael Rodríguez, Firmenich por los Montoneros, Enrique Erro por los Tupamaros de Uruguay, un tal Osvaldo Rivadavis en nombre de una enigmática Resistencia Obrero-Estudiantil uruguaya, y dos otros representantes cuyos señas de identidad no se incluyen; uno ocupando el sitial reservado al MIR de Chile, el otro con la etiqueta de las FARC de Colombia. El narrador señala que en esa «cumbre» se discutió intensificar la lucha armada en ciertas capitales latinoamericanas, siendo además cuestión de la solidaridad revolucionaria para con los movimientos de liberación africanos, planteándose incluso el ataque a embajadas de América Latina en Europa y a su personal. Como se sabe esta última idea, si existió, quedó en el plano de las evocaciones pues nunca se concretó, al menos con posterioridad a ese conclave. Puede deducirse que si esa audiencia tuvo lugar, y conociendo las estrictas reglas de compartimentación vigentes en las guerrillas latinoamericanas, cuyos integrantes desconocían los nombres reales de sus compañeros, el «enlace» que ilustra a la Comisaría Cuarta de la Policía Federal de Suiza el 16 de septiembre de 1977 que trató el tema, tuvo sin duda una antena en Cuba. Va de suyo que solo la policía de la isla caribeña podía conocer la verdadera identidad de los invitados a semejante conversación, detonando un debate inédito sobre las filtraciones absorbidas por los servicios occidentales de las actividades de los insurgentes latinoamericanos.

El pedido de asilo de Firmenich

Valoraciones aparte, el cúmulo de imputaciones acopiadas por los helvéticos contra Firmenich los llevaron a emitir una orden formal para impedirle entrar en su territorio, fechada el 23 de febrero de 1979, una manera de quedar a cubierto por lo que pudiera acontecer pero sin plantear detenerlo. Cuando el dirigente montonero se entregara en Brasil, tras instalarse como Presidente Constitucional de la República Argentina Raúl Alfonsín en 1983, Berna recibió una solicitud de refugio político en su favor para impedir la extradición a la Argentina. La elevó el 28 de septiembre de 1984 Nélida Zumstein, malograda delegada en Ginebra de la Federación Internacional de los Derechos Humanos (FIDH), una cordobesa casada con un suizo que ocupó fugazmente esa representación, expulsada poco tiempo después por proteger de forma extraña en los mismos estrados suizos a los paramilitares argentinos Leandro Sánchez Reisse, Luis Martínez y Rubén Bufano, detenidos en 1981 y a la postre condenados en Zúrich por intentar cobrar en Ginebra el rescate de un secuestro en perjuicio del banquero uruguayo raptado en Buenos Aires Carlos David Koldobsky, extraditados ulteriormente desde Suiza y Estados Unidos a la Argentina, donde fueron inmediatamente liberados. La decisión suiza de otorgarle o negarle el refugio a Firmenich no alcanzó a tomarse. El 6 de noviembre de 1984 la petición quedó archivada dado que días antes se había concretado la extradición del interesado de Brasil a Argentina. Firmenich fue juzgado y condenado en Buenos Aires por un secuestro extorsivo, pero tras purgar parte de la pena, lo indultaron, y al recuperar la libertad, se enroló de profesor universitario de economía en España.

(1) Las notas de La Nación recogiendo la versión de Martin Andersen son las del 16 y 24 de agosto de 2003. El politólogo inglés Richard Gillespie ha refutado la tesis que los Montoneros fueron destruidos por la hipotética infiltración de las Fuerzas Armadas o por supuestas colaboraciones con el régimen militar de alguno de sus militantes de dirección, según su libro, Soldados de Perón (Grijalbo, Buenos Aires, 1987), y su artículo La rebelión abortada aparecido en el suplemento Zona del diario argentino Clarín, el 28 de junio de 1998.

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