DILMA: CRÓNICA LIGERA DE UN ENTUERTO POPULISTA

 

[box_dark]El populismo sigue embelesando a justicieros que nunca han podido entender que para repartir es necesario producir y que repartir sin producir es crear desequilibrio y ruina: es crear miseria.[/box_dark]

 

Yoston Ferrigni Varela *

El proceso contra la Presidenta Dilma Rousseff y su destitución, ha culminado finalmente, conmocionando no sólo a la nación sino a toda América Latina. En Brasil, en la calle, en los sitios públicos y en las reuniones familiares, mucha  gente cree que la crisis económica que se vive es semejante a la de Venezuela y teme llegar a vivir una situación parecida; en Venezuela, el proceso ha entusiasmado a algunos opositores del gobierno, que ven en la destitución un golpe contra las ideas que sustentan al chavismo. Las diferencias entre ambas crisis, sin embargo, son muy considerables.

En primer lugar, hay una diferencia política. La revolución de Chávez se levantó sobre las ruinas del sistema democrático, sobre la destrucción de la libertad y el estado de derecho, sobre la confiscación de los medios de producción y el control absoluto del Estado sobre la economía. Nadie podría haber imaginado a la Asamblea Nacional, procesando a Chávez por los dineros entregados a Cuba, Bolivia o Nicaragua o al Tribunal Supremo de nuestros días, acusando a Maduro por poner el patrimonio nacional al servicio de su partido político. Basta recordar a Chávez y a sus grupos armados, invadiendo haciendas, plantas industriales y comercios, al grito de ¡exprópiese!, sin respeto alguno por la legislación. En Brasil, en cambio, la Presidenta Rousseff ha sido procesada porque el sistema democrático, con todas las verrugas que se puedan denunciar, está funcionando.

En segundo lugar, la economía brasileña no sólo es de una escala mayor, sino de una estructura diferente. Mientras Venezuela depende exclusivamente de la producción petrolera, Brasil cuenta con una economía diversificada que descansa sobre la producción agropecuaria, las exportaciones mineras, la producción manufacturera (25% del PIB) y una creciente extracción petrolera. Ello le ha permitido amortiguar y controlar, relativamente, el efecto nocivo de los precios de exportación, a pesar de su vulnerabilidad externa, mientras que la reciente debacle del petróleo ha convertido a los venezolanos en una masa de menesterosos que deambulan por las calles en busca de pan y papel higiénico, y que reclama la asistencia humanitaria de la comunidad internacional. La inflación venezolana pronto sobrepasará el 700% anual, mientras la dura inflación que sufren los brasileños sólo alcanza a 10,67%.

Pero aunque las diferencias entre las dos crisis sean grandes, ambas tienen que ver con una equivocada concepción populista que sigue embelesando a gobernantes con vocación de justicieros sociales, que nunca han podido comprender que el primer eslabón del bienestar económico es la producción.

Aunque la crisis brasileña sea diferente a la venezolana, ambas comparten como una de sus causales, la fantasía de que el populismo puede derrotar a la pobreza. El populismo de Lula y de Dilma, con su crecimiento del mercado interno, dio un empuje transitorio a una economía que parecía haber encontrado el camino del crecimiento bajo el gobierno de Fernando Enrique Cardoso, después del desastre de Collor de Mello, pero a la larga condujo a la crisis.

Fernando Henrique Cardoso (1995 a 1999 y 1999 a 2002) tuvo que hacer frente al desastre económico y administrativo heredado de Fernando Collor de Mello; su gobierno fue de reordenamiento económico y de restablecimiento de las bases del crecimiento. Cardozo logró controlar parte del desorden de la administración pública, ajustar el gasto público e incrementar los ingresos del fisco, propiciando un reequilibrio de las cuentas gubernamentales. Contó para ello, con una coyuntura favorable de las exportaciones, que generó un crecimiento del PIB. Ello permitió controlar la inflación, que había alcanzado niveles estratosféricos en tiempos de Collor de Mello (más de 2.400% en 1993), atraer el capital externo, incrementar el empleo y generar un crecimiento moderado del PIB.

Pero aunque la década del 90 culminó con saldo favorable y perspectivas relativamente alentadoras, desde 1998 la economía comenzó a mostrar síntomas inquietantes: el empuje del comercio exterior se detuvo y el saldo comercial se tornó deficitario; los intereses se elevaron y el endeudamiento público creció aceleradamente, deteriorando el saldo fiscal; el ingreso de capital extranjero se desaceleró y el desempleo aumentó. Ello obligó a firmar un acuerdo de ajuste fiscal con el FMI en 1998 y a una devaluación en 1999.

La llegada de Lula al poder (2003 a 2011), no fue buena noticia para los medios financieros. Brasil venía de un período económico favorable, pero sus mejores años parecían haber quedado atrás. El temor a Lula fue seguido por una contracción adicional de la inversión extranjera, que agravó el descenso experimentado desde el año 98. A pesar de ello, la política de estabilización económica implementada y en especial el fuerte reajuste fiscal impuesto, permitieron el reequilibrio de las cuentas y la recuperación de la confianza perdida, mientras una coyuntura internacional favorable de los precios de exportación, mejoró rápidamente el desempeño de la economía.

Esa combinación, produjo signos positivos (saldo comercial positivo, superávit fiscal, reactivación del ingreso de capital extranjero, control de la inflación, disminución de la deuda externa, aumento del empleo) que reactivaron el crecimiento acelerado del PIB. De manera que el año 2003, primero del mandato de Lula, sirvió para disipar los presagios de crisis. De allí en adelante, impulsada por las coyunturas favorables del sector interno y del externo, y por las grandes esperanzas que despertaron las perspectivas petroleras, la economía brasileña vivió un período de crecimiento acelerado hasta 2008.

El crecimiento económico permitió poner en marcha un plan de expansión del mercado interno. Se redujeron las tasas de interés, se ofrecieron subsidios al consumo y se expandieron los programas de desarrollo social (bolsas de familia, sistema de pensiones y de seguridad social). El plan se basaba en las conocidas consignas populistas de beneficios sociales para las capas más pobres, que habían llevado al poder al PT. Ello propició un aumento de la demanda doméstica y colocó a Brasil en los predios del pleno empleo.

Pero la coyuntura favorable terminó en 2008, con una caída de los precios de las materias primas exportadas por Brasil, que produjo un desplome del valor exportado en 2009 y hundió el PIB hasta -0,2%, y aunque en 2010 se produjo un último suspiro que lo encumbró a 7,6%, cuando Lula concluyó su segundo mandato, en 2011, entregó una economía que había perdido la cara risueña de sus primeros años de gobierno y que ya estaba siendo sacudida por la crisis.

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El primer período de gobierno de la Presidente Rousseff (2011 a 2014) se inició, pues, en medio de un cambio radical de coyuntura económica. Dilma recibió una economía que llevaba plomo en el ala; una economía con un enorme déficit fiscal y con ingresos que alcanzaban, cada vez menos, para enfrentar los compromisos adquiridos frente a las masas populares y para responder exitosamente a la revolución de expectativas desencadenada por el gobierno de Lula. El gasto público creció aceleradamente, sin respuesta compensatoria del ingreso fiscal y, naturalmente, el déficit comenzó a escalar peligrosamente.

Dilma respondió con una política económica, semejante a la de Lula. Estableció controles sobre el movimiento del capital, redujo las tasas de interés y trató de impulsar el crecimiento del mercado interno, pero la coyuntura económica internacional (una aliada de Lula que había hecho creer que la favorable situación económica era el resultado directo de sus acertadas políticas) cambió radicalmente. Los ingresos cayeron y la economía pasó de una inercia de crecimiento a una coyuntura de contracción. A partir de 2011, el PIB descendió progresivamente hasta alcanzar 1% en 2012 y 0,1% en 2014, con una inflación que golpeó duramente los avances del consumo interno de los años anteriores.

En 2014, con la popularidad ya deteriorada, Dilma ganó la reelección, ofreciendo mantener los beneficios sociales que, según ella, querían eliminar sus oponentes. La victoria (con solo un 3% de margen), sin embargo, la obligó a gobernar en una coalición con el Partido do Movimento  Democrático Brasileiro (PMDB) y otros grupos menores, en una situación de debilidad política.

Y efectivamente, Dilma mantuvo las recetas populistas que había prometido, pero cumplir las promesas políticas fue como agregar leña al fuego. El gasto generado por los programas de desarrollo social, se expandió por encima de lo que aconsejaba el equilibrio fiscal y comenzó a ejercer una presión insostenible sobre el presupuesto nacional. Brasil estaba sosteniendo un sistema de bienestar social que parecía sobrepasar la capacidad de su economía, en medio de una coyuntura depresiva de los ingresos; a pesar de haber alcanzado una de las tasas impositivas más altas del mundo, los programas de bienestar social no podían ser financiados con los ingresos ordinarios del fisco, y, aunque el gasto social no era el responsable del desequilibrio fiscal crónico, estaba consumiendo una buena parte de los recursos presupuestarios y generaba un 3% del déficit fiscal anual.

El aumento del déficit fiscal, la deuda pública y el deterioro progresivo de las cuentas gubernamentales empujaron hacia una recesión cada vez más aguda. Se desalentó la inversión, cayó el empleo y se agravó el descenso de la recaudación fiscal, comprometiendo el desempeño presupuestario. En esas condiciones, los programas sociales, que habían sido pilares políticos del gobierno, se vinieron al suelo. Brasil se vio en medio de una contracción cada vez mayor de sus ingresos, con un déficit fiscal y una deuda pública creciente y con un programa de bienestar social que no podía sostener.

Para enfrentar la situación Dilma intentó controlar el gasto público, aumentó los impuestos hasta niveles casi insoportables y trató de controlar de precios. Pero ni la austeridad ni la pesada carga fiscal pudieron contener la crisis. La reducción del gasto público comprometió aún más las políticas sociales del gobierno y cuando no se pudieron cumplir los programas sociales, la oposición, engrosada por sus anteriores aliados, comenzó a responsabilizarla de las calamidades. Entonces, la poca popularidad que conservaba desapareció y las calles de las ciudades mayores se llenaron de protestas en las cuales se le acusaba de traición a las masas, de corrupción y de ser responsable del desplome de la economía.

En julio de 2015, el respaldo a Dilma había bajado al 9%. Esas cifras continuaron empeorando y a principios de 2016, las encuestas indicaban que más del 60% de los votantes consideraban que Dilma debía ser removida de la presidencia. Fue ese, el momento en que sus adversarios decidieron sacudirle el piso político, conscientes de que no tendría fuerzas para sostenerse, y de la crisis económica se pasó rápidamente a una crisis política que condujo a su suspensión en mayo de 2016 y finalmente a su destitución en agosto.

La fórmula encontrada fue la de acusarla de cometer un crimen de responsabilidad administrativa, de violar la Ley de Administración Presupuestaria. En concreto, se la acusó de haber realizado una operación de crédito conocida con el nombre de pedaleo fiscal, una maniobra contable que ha permitido a los gobiernos realizar gastos que no cuentan con los respectivos recursos presupuestarios. En efecto, cuando el gobierno se quedó sin fondos, en 2014, y no pudo atender los programas sociales, como las bolsas de familia, Dilma usó dinero de la Caixa Económica Federal (un banco estatal que opera comercialmente) para pagarlos, sin autorización del Poder Legislativo, y luego no pudo pagarle al banco.

La operación no produjo revuelo alguno, porque el pedaleo ha sido un procedimiento habitual en la administración pública brasileña y porque las cuentas presentadas por el Ejecutivo habían sido aprobadas por el Tribunal de Cuentas de la Unión (Contraloría General). Pero cuando la situación económica empeoró y la popularidad de la Presidenta se vino al suelo, entonces la oposición, con el Partido da Social Democracia Brasileira (PSDB) al frente, vio una coyuntura propicia para salir de ella y el PMDB, su aliado hasta hacía poco, encontró una fórmula para hacerse con la Presidencia de la nación.

Conformado un bloque de oposición tan poderoso, lo que había sido una práctica administrativa común en Brasil y una violación menor de la Ley de Administración Presupuestaria, se convirtió en una imperdonable violación de la legislación administrativa y en un crimen de responsabilidad fiscal que ponía en peligro la estabilidad monetaria y financiera de la nación.

No estoy seguro de que las maniobras realizadas constituyan, verdaderamente, los actos de delincuencia y los crímenes de responsabilidad administrativa que se han señalado, pero su invocación convirtió a la corrupción de los gobernantes en la principal causa de la crisis económica y, aunque no hubo acusación de dolo porque nadie se benefició personalmente con la operación, ni el patrimonio de la nación fue defraudado, la Presidenta quedó convertida en responsable de un delito mayor de corrupción administrativa. De manera que Dilma fue procesada por una pedaleada habitualmente usada en la administración pública y que forma parte de unas cuentas que ya habían sido aprobadas por el organismo contralor de la nación.

La causa contra Dilma la inició el Procurador de Justicia en 2015 y el Presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha (PMDB) la presentó a la Cámara, la cual aprobó el procesamiento. La defensa de Dilma se basó en que las pedaleadas han sido un procedimiento habitual, que las cuentas del pedaleo habían sido aprobadas por el Tribunal de Cuentas de la Unión, que la maniobra no fue un delito de probidad y que no existían indicios ni pruebas de conducta dolosa de la Presidenta que justificaran el impeachment.

El 12 de mayo de 2016, el Senado acordó que Dilma debía ser procesada porque había puesto en peligro la estabilidad financiera y monetaria de la nación y quedó suspendida de la Presidencia hasta una decisión definitiva.

Pero el asunto no quedó solucionado con la suspensión temporal y la eventual destitución de la Presidenta Rousseff. El impeachment simplemente abrió el camino hacia una potencial crisis política de alcance y dimensiones mucho mayores. Una buena parte de sus denunciantes también estaba siendo inculpada por corrupción y no parecía haber muchos acusadores con las manos suficientemente limpias para lanzar la primera piedra.

eduardo-cunha1Una semana antes de la suspensión de Dilma, el Tribunal Supremo de la República, a solicitud del Procurador General de la República, destituyó a Eduardo Cunha de su cargo de Presidente de la Cámara de Diputados, acusado de faltas al decoro parlamentario, de corrupción pasiva, de lavado de dinero, de haber recibido unos 5 millones de dólares en mordidas en Petrobras, de disponer de cuentas bancarias en Suiza y de haber mentido sobre ellas. Poco tiempo después, el Fiscal General de la República solicitó su encarcelamiento, conjuntamente con otros tres miembros del PMDB, por intentar obstruir la investigación en el caso de Petrobras.

Más aun, con sólo 10 días en el poder, el Presidente Temer, perdió a su Ministro de Planificación, Romero Jucá,  en medio de un escándalo desatado por una grabación en la que sugería que si Temer asumía la Presidencia, sería posible obstruir las investigaciones sobre corrupción que se realizaban en Petrobras.

El desenvolvimiento político, después de la suspensión de Dilma, sirvió para mostrar una cara del sistema político, que el ciudadano común no había visto tan descarnadamente. El brasileño común parece estar constatando diariamente que el funcionamiento cotidiano del gobierno dista mucho de los principios cristalinos que se postulan y aplauden en los discursos; que la corrupción y los manejos turbios, no son obra de hombres con antifaz, sino de ciudadanos de corbata, de hombres de cara honorable,  alojados en el sistema institucional.

Aunque el Presidente Temer ha llamado a pacificar el país y a reestablecer la tranquilidad institucional, controlando el enfrentamiento que casi parece físico, entre los distintos partidos, una aguda crisis política, con pérdida de confianza en el sistema político, en sus instituciones y en sus principales actores, asoma en el cercano horizonte político del Brasil.

En la calle, en las plazas públicas, la gente parece convencida de que la crisis  económica ha sido causada por la corrupción y por el robo del tesoro público, cometido por políticos favorecidos por Dilma. Alguna gente corriente con la que pude hablar, se mostraba contenta y esperanzada en que la destitución de Dilma apartara del gobierno a la camarilla política corrupta, responsable de la crisis.

La gran mayoría, sin embargo, parece tener una desconfianza profunda en quienes quedan encargados de resolver los problemas; en las conversaciones pasajeras de las plazas o del mercado, el brasileño corriente se muestra convencido de que se está cambiando a unos corruptos por otros; de que los nuevos gobernantes no van a hacer nada en contra de la corrupción porque forman parte de la misma gente que ha llevado al Brasil hacia el abismo.

Así, el legado de crisis económica e inestabilidad política de Lula y Dilma, han mostrado de nuevo, la incapacidad del populismo para generar desarrollo social duradero, pero esa no será la última batalla del populismo.

Aunque ya hace más de cincuenta años que en los medios académicos del continente se dice que ningún modelo basado en la simple distribución de la riqueza puede resolver la pobreza, porque la masa de recursos necesarios es superior a la que pueden repartir las naciones, y que los programas sociales dirigidos a la masa popular tienen que respetar los límites fijados por los ingresos del fisco, muchos líderes siguen buscando el apoyo popular, mediante programas de bienestar social que le dan la espalda a la realidad productiva de la nación, a su renta pública.

Sea con el equivocado gobierno del Partido dos Trabalhadores o con el despotismo y la ignorancia chavista, el populismo produce la misma herencia ruinosa. Desafortunadamente, ni la crisis brasileña ni la venezolana, serán las últimas batallas del populismo, porque sus ideas siguen embelesando a justicieros que nunca han podido entender que para repartir es necesario producir y que repartir sin producir es crear desequilibrio y ruina; es crear miseria. Vendrán nuevos redentores y, como siempre, su herencia de calamidades será pagada por los pobres, a los cuales se desea redimir. Como siempre, se mostrará dolorosamente, que ¡hay amores que matan!

* Profesor e investigador jubilado de la Facultad de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela

 

 

 

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