El diálogo en tiempos de conflicto

Adriana Calderón de Bolívar *

Varios amigos me han escrito alarmados y/o consternados por la escalada de violencia en Venezuela a raíz de las protestas estudiantiles que comenzaron a principios del mes de febrero de este año. En los enfrentamientos ya han muerto más de 40 personas y eso es algo muy doloroso porque estas muertes se habrían podido evitar si hubiera existido o existiera el diálogo que todo gobierno debe mantener con todo el pueblo. Es por eso que hoy quiero volver al tema del diálogo en la política e insistir en su vital importancia para mantener la paz social.

Lo primero que debemos afirmar es que el diálogo es el fundamento de la democracia y garantía de nuestra supervivencia como especie humana. Como lo planteó el filósofo colombiano Guillermo Hoyos en un encuentro sobre el Análisis del Diálogo que tuve la responsabilidad de coordinar en Caracas en el año 2005: “El fundamento último de la democracia y del Estado de derecho democrático es la participación de todos y su aseguramiento y legitimidad está dado por las condiciones de diálogo en el mundo actual” (Hoyos Vásquez, 2007: 15). En este sentido, el filósofo venezolano Carlos Kohn, quien sigue la línea de Hanna Arent, ha expresado en repetidas ocasiones su preocupación por la ausencia de diálogo en el espacio público y las implicaciones para la actividad política. Él nos plantea que “la ausencia de diálogo público implica la supresión de la participación ciudadana y por lo tanto la desaparición de la actividad verdaderamente política” (Kohn, 2007: 32). Por lo tanto, el diálogo es condición de la política y las crisis en el diálogo son señal de crisis en las democracias ya que sin diálogo caemos en gobiernos monológicos y autoritarios.

Lo anterior nos lleva obligatoriamente a preguntarnos ¿y qué hace que el diálogo sea democrático? La respuesta llenaría varios libros, pero podemos responder primero desde una perspectiva ideal y luego desde otra más operativa. En un sentido utópico/ideal, el investigador británico Norman Fairclough, conocido por sus estudios sobre el análisis crítico del discurso, sugiere provisionalmente lo siguiente (ver Fairclough, 2000: 182): el diálogo democrático es “1) accesible a cualquiera y todos los participantes tienen los mismos derechos para hablar y las mismas obligaciones de escuchar; 2) es sensible a la diferencia, da derechos para hablar sobre las diferencias y obligaciones para ser oídos y reconocidos; 3) da espacio para el desacuerdo, el disenso y la polémica; 4) también abre espacio para que surjan nuevas posiciones, identidades, relaciones, alianzas y conocimiento; y 5) es habla que puede conducir a la acción” (mi traducción del original en inglés). Lo relevante es que cada una de estas condiciones ideales se materializa en discurso, vale decir, en lenguaje verbal y no verbal y es crucial tenerlo claro.

Desde un punto de vista operativo, como práctica social, el diálogo significa sentarse juntos a conversar sobre lo que interesa y preocupa a las distintas partes involucradas en la resolución de problemas y toma de decisiones. Esto es lo más difícil, porque antes de sentarse cada parte generalmente pone condiciones para el diálogo o puede negarse a dialogar si no se cumplen esas condiciones. Cuando las partes se reúnen, el diálogo puede adquirir distintos niveles de conflictividad e incluso convertirse en no-diálogo o anti-diálogo.

Frente a este problema, mi sugerencia es reducir las condiciones ideales de Fairclough a tres que tienen la mayor fuerza: 1) reconocer al otro; 2) respetar al otro; 3) actuar responsablemente. La primera condición significa que no se puede dialogar si el otro no tiene cabida en el discurso pues, entes de empezar a dialogar se le descalifica o anula (fascistas, oligarcas, apátridas, mentirosos, corruptos, ladrones, vendidos, etc.). La segunda, el respeto, significa que se debe aceptar que lo que dice el otro vale, que sus palabras tienen valor y que merece ser escuchado (dejarlo hablar, darle acceso a los medios, permitirle protestar, dejarlo presentar sus argumentos, etc.), y la última, la responsabilidad, es clave porque lo que caracteriza a muchos discursos populistas en América Latina es que los gobiernos prefieren construir discursivamente a un enemigo a quien culpar de los problemas (los Estados Unidos, el capitalismo, el neoliberalismo, el socialismo, Cuba, China, etc.) en vez de buscar en su propio país a los responsables de que las cosas estén mal.

El tema de la responsabilidad es muy amplio y abarca desde la decisiones sobre qué palabras usar en la interacción con otros (lenguaje de paz o violento) hasta la responsabilidad por la violencia física (dar órdenes de aniquilar al otro versus llamar al entendimiento). También está la responsabilidad por hacerse el sordo ante la represión y la injusticia porque se deben proteger intereses económicos olvidando que existen los derechos humanos.

Lamentablemente, se acabó el espacio. Aunque la recomendación viene muy de cerca, se puede consultar el libro Análisis del diálogo. Reflexiones y estudios, editado por quien escribe estas líneas junto con una querida colega (Bolívar y Erlich, 2007), con la participación de académicos de diferentes disciplinas, todos conscientes de que sin diálogo no hay política sino guerra y destrucción.

* Doctora de la Universidad de Birmingham, Inglaterra. Master of Philosophy (M. Phil.) de la Universidad de Londres, Inglaterra. Profesora Titular en Lingüística y Análisis del Discurso en la Universidad Central de Venezuela. Fundadora y Presidenta Honoraria de la Asociación Latinoamericana de Estudios del Discurso (ALED).

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