El Separatismo Catalán

Yoston Ferrigni Varela* / (Foto: Flickr/Danielkaempfe) 

.

El gobierno catalán ha firmado un manifiesto que convierte a cada uno de sus miembros en responsable del referéndum por la independencia de Cataluña, reavivando la lucha por la aplicación del derecho de autodeterminación y la disputa sobre la unidad de España.

Tanto en España como fuera de ella, el nacionalismo catalán ha sido visto entre extremos que lo desnaturalizan; bien sea como movimiento reivindicativo que reclama un trato justo y que responde al secular agravio que acusa a los catalanes de mierda, de no haber querido hablar nunca como cristianos o bien como pretexto insensato de mentes maliciosas. Pero, por muchas que hayan sido las afrentas pasadas y por muy perversos que fueran los separatistas de nuestros días, el problema catalán está lejos de la naturaleza reivindicativa y de la simple malicia.

En realidad, una parte de los catalanes, nunca se ha sentido integrante de la nación española; no son españoles convertidos en separatistas, sino hombres y mujeres que nacieron como catalanes y que no ven la bandera española como su bandera, ni oyen el himno español como el suyo. Sin duda alguna, en una porción relativamente considerable de los catalanes, hay un rechazo de la nacionalidad española y existe la convicción de que la independencia de Cataluña es un derecho histórico indiscutible. Este es el aspecto central del problema, al que mucha gente ha querido sacarle el cuerpo; incluso Mario Vargas Llosa, mostrando ignorancia crasa sobre la historia española, declaraba en 2015 que el nacionalismo catalán era una ficción maligna creada enteramente a partir de mentiras y falsedades.

Cataluña lleva mucho tiempo reclamando el derecho a formar una  nación independiente; mucho antes de la declaración del Estado Catalán en 1934 e incluso, antes de la declaración de la República Catalana que hiciera Pau Claris, durante la revuelta de los segadores de 1640, los catalanes reclamaban su soberanía nacional.

Pero los derechos que emanan del principio de autodeterminación son menos contundentes que lo que creen los separatistas. De un lado, porque Cataluña nunca ha existido como nación soberana y no se puede hablar de una nacionalidad arrebatada. Como provincia romana, territorio visigodo, dominio carolingio o principado integrado a la España de los Austria, Cataluña siempre formó parte de una entidad política mayor. Del otro, porque la misma lógica y las mismas razones que invocan los separatistas para reclamar su derecho histórico a conformar una nación soberana, puede ser esgrimido por el gobierno español para explicar por qué Cataluña forma parte de España. La guerra, las alianzas matrimoniales y el derecho sucesoral, los mismos mecanismos que permitieron congregar los territorios que conforman a Cataluña y que hacen posible hablar de la integridad territorial catalana, sirvieron para congregar a Castilla y Aragón (con Cataluña dentro) y crear la nación española, dentro de la cual han vivido los catalanes por más de cinco siglos.

En 1659, con el Tratado de los Pirineos, Cataluña perdió el Rousillon, el cual quedó bajo soberanía francesa hasta nuestros días, y en 1705, el pronunciamiento a favor del Archiduque Carlos y su coronación como Carlos III, en Barcelona, sentenció a muerte las esperanzas de soberanía y acabó con los fueros y privilegios que había mantenido el Principado dentro de la España de los Austria. Se disolvieron las Cortes Catalanas y las instituciones que sustentaban su autonomía relativa, y el Decreto de Nueva Planta, dictado por Felipe V en 1716, la convirtió en una provincia más de la España borbónica.

Pero aunque no se puede negar a Cataluña su identidad cultural y su larga lucha por la soberanía nacional, no es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista, decía Ortega y Gasset, hace ya casi cien años.

Los derechos históricos no son suficientes para la conformación de un país. La nación no es una prolongación de la identidad étnica y cultural de un pueblo, de la unidad de la sangre, de la cultura o la lengua; esas nunca han sido condiciones suficientes para fundar una nación. De ser así, no existiría ninguna de las naciones de nuestro tiempo y viviríamos en un mundo de límites tribales o de feudos. No existiría Francia, Italia o Alemania…. No existiría China, Rusia o los Estados Unidos, y el mundo sería una expresión de la desintegración universal; Alsacia y Galicia serían estados soberanos y Venezuela desaparecería para dar paso a una nación Caribe, una Arawaca y otra Timoto Cuica, cuando menos.

La nación no es la unión de los iguales, la agregación de lo común, la congregación de lo similar; la nación es la integración de lo diverso. La identidad flamenca y la bávara permanecen vivas, dentro de la diversidad de Bélgica y de Alemania. Por eso (al igual que al resto del mundo) a España se puede cortar como una masa homogénea, pero se tajan cuerpos distintos (según decía Ortega) y, por válido que sea el derecho de autodeterminación, no puede ser usado para desintegrar a las naciones del mundo.

Las naciones no surgieron del acuerdo de la mayoría, ni su unidad es expresión de la coexistencia pacífica de sus componentes. Este es un hecho universal. Los Estados Unidos conservaron su unidad a sangre y fuego, durante la guerra civil; Cataluña se sublevó contra el poder castellano como lo hicieron los burgueses de Gante, los holandeses y los portugueses, pero no con la misma suerte. España no pudo atrapar finalmente a Portugal pero, aunque a duras penas, mantuvo a Cataluña. Así, los catalanes han sido obligados a ser españoles, de la misma manera que los comanches han sido obligados a ser estadounidenses y millones de hombres y mujeres, alrededor del mundo, han sido obligados a ser italianos, franceses, rusos o chinos.

Por otro lado, el destino de Cataluña no concierne sólo a los catalanes, de la misma manera en que los problemas de Madrid no son asunto exclusivo de los madrileños, ni los problemas de mi calle corresponden solo a los vecinos que vivimos en ella. El destino de Cataluña es asunto de todos los españoles y son ellos quienes tienen la obligación de resolverlo.

Para nosotros, los latinoamericanos que aun siendo niños conocimos y amamos una sola España, una España que se hizo nuestra a través de los inmigrantes gallegos, canarios, catalanes, vascos y de todas las regiones, que llegaban a Venezuela abatidos por la guerra civil; para quienes siendo aún imberbes hicimos la paz con España y dejamos de verla como nación de opresores que había dominado la América durante tres siglos (según nos enseñaban en la escuela); para quienes lloramos las heridas de cuerpos ajenos que yacían en el Ebro, en Gandesa o en Madrid… es difícil aceptar una España sin Cataluña. Y hoy, con las penas y dolores propios, que el tiempo nos ha heredado, ¿tendremos que llorar una España desgarrada?

* Profesor e investigador jubilado de la Facultad de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *