La muerte de un tirano

 Ricardo Escalante, Texas

Contrariamente a lo que muchos creen y esperan, la muerte de grandes líderes autoritarios  produce cambios inevitables que pasan por períodos de luchas -a veces frenéticas desde temprano, a veces soterradas-, entre quienes aspiran el control del poder. Ejemplos hay muchos desde tiempos inmemoriales, pero algunos son dignos de ser recordados y hasta tenidos en cuenta a manera de lección.

Cuando en marzo de 1953 falleció el desalmado Joseph Stalin, el desconsuelo se apoderó de la Unión Soviética. Llanto, lamentos por la desaparición del “padre de los pueblos”, que con su yugo había alcanzado importantes avances económicos. Eso, sin embargo, no duró mucho porque pronto su nombre se borró de los discursos y de la publicidad oficiales, para abrir paso a una progresiva amnistía y a políticas relativamente menos brutales.

La corta enfermedad y el deceso del dictador estuvieron -como en todo gobierno totalitario-, rodeados de misterio, verdades dosificadas y mentiras descaradas. La noche del 1 de marzo había sufrido un derrame cerebral y dejó de existir el 5, pero el día 4 Radio Moscú había informado al mundo su separación temporal como jefe del Estado y del partido. La primera versión oficial decía que el accidente cerebro-vascular se presentó mientras Stalin se encontraba en su apartamento de Moscú, pero eso era falso: Estaba en su dacha de Kuntsevo.

En ese instante el ciudadano de a pie no sospechaba algo que con disimulo venía ocurriendo: Dos hombres próximos al dictador pugnaban por ganarse sus favores.  Uno más inteligente y preparado, el otro con más astucia para jugadas políticas malévolas pero, en definitiva, ambos segundones.  El primero, Malekov, tenía cierto anclaje militar proveniente de sus nexos familiares y era amigo del temido y peligroso Beria, el jefe del aparato policial; y el otro, Nikita Kruschev, tenía trayectoria como  sindicalista minero y funcionario del partido.

La debilidad física Stalin -desconfiado de todo y de todos- saltaba a la vista desde hacía meses, a pesar de lo cual andaba en los preparativos para una purga más entre sus colaboradores.  Todos lo sabían y temblaban, se sentían impotentes. Él se había negado a admitir el deterioro de su salud, pero en el XIX Congreso del Partido Comunista por primera vez permitió que otro (Malenkov) pronunciara el discurso más importante, con el informe del Comité Central. Al mismo tiempo colocó a Kruschev en posición preeminente, al asignarle el segundo discurso, relativo a los cambios en la estructura organizativa del partido.

Dentro y fuera de la Unión Soviética, ese gesto inusual fue interpretado como la señal de que comenzaba a fomentar enfrentamientos entre aquellos incondicionales suyos, como otra jugada más para seguir gobernando sin rivales de ninguna clase y con todo el poder en sus manos. Stalin se rodeaba de gente sin especiales condiciones intelectuales, sin brillo propio, carentes de liderazgo. Era uno y único  porque había eliminado todos los controles. No tenía contrapesos. Era temido y venerado, lo que luego dio lugar a la célebre frase “culto a la personalidad”, estampada por Kruschev en el XX Congreso para destrozar por siempre la imagen del autócrata.

Malenkov  tomó tempranas ventajas con aquella posición privilegiada en el XIX Congreso del PCUS, y a él correspondió el panegírico en las fastuosas exequias del autócrata, colocándose como sucesor. Después de Stalin surgió una jefatura compartida encabezada por Malenkov, con Kruschev como segundo hombre del régimen, con el terrible Beria y otros.  La lucha continuó, con cada vez más firmes avances de Kruschev, hasta consolidar el poder en sí mismo. En el camino, Beria fue acusado de traición y ejecutado. Malenkov  fue depuesto y sindicado de traición, pero logró sobrevivir.

Es una historia larga, fascinante e imposible de resumir en pocas líneas. Llena de intrigas y miserias humanas, en un sistema que pregonaba la igualdad y la justicia entre los hombres, pero que en realidad beneficiaba a una élite corrupta e inclemente.

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