Una reflexión dominical – Gustavo Coronel

Esta foto no tiene nada que ver con el tema pero me pareció bonita: Maracaibo en la tarde, desde lo lejos

 Gustavo Coronel
Quizás sucederá lo mismo en otros países y quizás siempre ha sido así. Pero, al llegar a mis 80 años y ver hacia atrás, en lo que ha sido una vida maravillosa y llena de felicidad, no puedo menos que reflexionar sobre el país donde nací y viví por el 80% de mi vida, Venezuela, y en la calidad del liderazgo que ha tenido durante su relativamente breve historia.
Al pasearme por esa historia he podido observar que la presidencia del país, la cual, idealmente, debería haber estado reservada a los mejores, ha sido mayoritariamente ocupada por gente mediocre, rústica, deshonesta, algunos hasta bordeando las fronteras del analfabetismo. Hasta algunos de los más ilustrados también probaron ser de los más corruptos en el ejercicio del poder. Evidentemente, Venezuela no ha sido ni parece estar dispuesta a ser, una sociedad meritocrática. Parecería que quien estuvo más en lo cierto, al menos sobre nuestro país, fué Pedro Carujo, al decirle al depuesto Presidente Vargas: “El mundo es de los valientes (audaces). A pesar de que Vargas le respondió: “No. El mundo es del hombre justo”, fué él, no el golpista, quien partió al exilio.
Mientras Miraflores ha estado lleno de gente mediocre, el exilio ha estado lleno de grandes venezolanos. Decía Andrés Eloy Blanco, desde su exilio en México, donde moriría:
Los cuatro que aquí estamos
nacimos en la pura tierra de Venezuela,
la del signo del éxodo,
la que algo tiene y nadie sabe dónde:
si en la sangre, en la leche o la placenta,
que el hijo vil se le eterniza adentro
y el hijo grande se le muere afuera».
Este es un tema recurrente en nuestra historia y parece claro que no es algo casual, sino una tendencia bien definida, casi podríamos decir, una preferencia colectiva de la sociedad venezolana desde sus inicios independientes. La sociedad se ha sentido atraída por el caudillo, por el hombre audaz, por quien promete, aún sabiendo él y sabiendo quienes lo oyen, que esas promesas no serán cumplidas. Es suficiente  el sonido de la promesa para hacerle creer, a quien anhela creer, que ella se concretará en la realidad. No por casualidad aparecen grafittis en América Latina que rezan:  “No queremos hechos, queremos promesas”.
Esa actitud colectiva ha hecho frecuentemente posible el control del liderazgo político venezolano por los más mediocres e irresponsables. Hay en ella un substrato de cobardía, un deseo de escapar de la realidad, un miedo profundo a enfrentarnos con nosotros mismos, con quienes somos. Decía Pogo: “Ayer ví al enemigo… y somos nosotros”.
Sería politicamente incorrecto, inmediatamente criticable por la misma sociedad que no desea verse en el espejo, atribuír esta lasitud, este fatalismo,  a nuestra composición racial, a ese mestizaje que –  según – Herera Luque – nos ha hecho tan perezosos como los indios, tan inescrupulosos como los aventureros que nos enviaron de España y  tan astutos y ambiguos como los negros quienes debieron adoptar estas características para sobrevivir como clase oprimida en el nuevo mundo. Esa tendencia a esconder nuestra cabeza en la arena, cualquiera sea su explicación sociológica o fisiológica, fué reforzada en el Siglo XX por la aparición de un recurso que nos dió un ingreso sin mucho esfuerzo: el petróleo. Al convertirnos  en rentistas desechamos el camino del esfuerzo propio, de la superación individual, como vía para progresar como sociedad, reemplazándola por el desarrollo de habilidades que nos permitiera captar una mayor porción de la lluvia de petrodólares.  Nos convertimos en niños en la piñata, dando codazos a otos niños para recoger más juguetes. Quienes llegaban a la presidencia eran, con demasiada frecuencia, quienes prometían a los venezolanos iguál acceso a los juguetes.
Con excepción de algunos venezolanos de excepción, quienes dieron lustre a la majestad presidencial  –  Soublette, Vargas, López. Medina, Gallegos, Betancourt, Leoni , Caldera I – la regla ha sido la de la audacia ganadora y el arrebatón y, en democracia, la de una progresiva mediocrización impuesta por el bi-partidismo.  El lema ganador ha sido siempre el de la erradicación de la pobreza a través de procesos mágicos de redistribución,  quitarle a unos para darle a otros. Solo pocos vieron en la educación el verdadero camino para escapar de la pobreza pero ellos tuvieron que competir, en condiciones desfavorables, con los cantos de sirena de los iluminados que prometen riqueza sin trabajo, sin esfuerzo, sin perseverancia, es decir, dejar de fumar fumando o perder peso sin dejar de comer.
Mientras la sociedad venezolana sea incapaz de enfrentarse con su realidad, Miraflores seguirá ocupada por los peores.  Y ello nos hace pensar – un poco tarde, es verdad – que los mejores, precisamente por ser los mejores, siempre han creído que no estaban lo suficientemente preparados para tomar las riendas de la nación. Ello le permitió a los peores – quienes no poseen esos remilgos ni esa modestia que raya en la sub-valoración – llegar a sentarse en la silla, a fin de dedicarse a lo que cualquier presidente digno de esa posición, debería dedicarse: mejorar efectivamente el bienestar de la sociedad venezolana.
Quizás la moraleja de esta reflexión es: la falsa modestia puede ser tan nociva para la sociedad como la audacia de los ignorantes.

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