Venezuela los recibe, el chavismo los expulsa

 

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Por Tulio Hernández *
Análisis Libre

“Cuando Hugo Chávez fue elegido presidente en 1998, unos veinticinco mil judíos vivían en Venezuela. Hoy quedan quizás siete mil”. Es lo que afirma el fotógrafo Thomas Wagner, en un reportaje publicado por la revista colombiana Arcadia, a finales del año pasado, bajo el título “La comunidad judía que resiste en Venezuela”.

Encontré este reportaje mientras me documentaba para una conversación, que bajo el título “Tres siglos de presencia judía en Venezuela”, sostuve ayer sábado 10 de abril con la escritora Sonia Chocrón. Un encuentro que forma parte del ciclo “Venezuela una nación de inmigrantes” perteneciente a la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas, bajo el auspicio de la Fundación para la Cultura Urbana, actualmente en desarrollo.

Sonia Chocrón, una escritora de alto nivel que se ha paseado por varios géneros, incluyendo la novela, la poesía y la dramaturgia televisiva y cinematográfica, es descendiente de judíos que llegaron a Venezuela a finales del siglo XIX, conoce del tema de la migración y lo relata con fluidez y pasión.

Comparto con ella la referencia al texto de Wagner y me aclara que en un momento dado la cifra fue mucho mayor. Que para 1988 Venezuela llegó a tener una comunidad judía de 40 mil almas y que, efectivamente, luego del atentado contra la sinagoga, de las amenazas verbales de Hugo Chávez contra esta comunidad y contra el Estado de Israel, y de la crisis económica y de seguridad que ha vivido el país, numerosos inmigrantes judíos y sus descendientes comenzaron el viaje inverso. Muchos vinieron huyendo del holocausto y ahora regresan a Europa o se van a Estados Unidos huyendo del antisemitismo predicado y liderado por Hugo Chávez.

Los totalitarismos no soportan las diferencias, lo suyo es la homogeneidad total y la supremacía moral sobre los diferentes. Hitler que presumía de ser parte de una raza superior, los arios, perseguía a los judíos, una raza, a su juicio, inferior. Fidel Castro que presumía de pertenecer a un grupo ideológico moralmente superior, los comunistas, perseguía a los homosexuales, a quienes consideraba seres inferiores, enfermos, una peste degenerada, no digna de formar parte del país del Hombre nuevo.

Y el chavismo ha perseguido por igual a todo lo que no se someta de rodillas a sus prédicas, acciones y creencias. A los sacerdotes católicos, a quienes el tirano llamó “demonios con sotana”, enviaba a las turbas rojas a maltratarlos y escupirlos. A los empresarios no rojos, a quienes satanizó con la frase “ser rico es malo”, les expropió por miles sus empresas. A la población de la resistencia democrática la estigmatizó bajo el sobrenombre de “escuálidos” y la hizo maltratar físicamente con sus grupos paramilitares conocidos como “colectivos” que, por supuesto, también atacaron y persiguieron a la comunidad judía.

Lo doloroso es que Venezuela, por lo menos durante el siglo XX, era un país caracterizado por su apertura a los diversos migrantes europeos, árabes y latinoamericanos que por millones, en oleadas sucesivas, fueron llegando desde los albores del siglo.

También Venezuela se caracterizó por su libertad de cultos y respeto a la pluralidad religiosa que tiene su símbolo mayor en el hecho de que en Caracas, en la zona de Los Caobos, se encuentran, conviviendo con la mayor naturalidad, a poca distancia unas de otras, una mezquita; un templo maronita –la iglesia de los católicos libaneses–; una iglesia católica –la capilla de Santa Rosa de Lima–; y al final de la cuadra, llegando a Plaza Venezuela, una sinagoga de los judíos askenazíes.

Ahora es al revés. Hasta los católicos que adversan al régimen y que denuncian sus atrocidades, cosa que hace con frecuencia la Conferencia Episcopal Venezolana, son agredidos y vilipendiados por sus creencias religiosas.

Pero los judíos no son la única migración que se va del país. Entre las estadísticas ofrecidas por Migración Colombia, se registra que del total de un millón ochocientos mil emigrantes venezolanos que han encontrado residencia en el vecino país, quinientos mil son colombianos retornados. La mayoría personas de la tercera edad que habían hecho su vida desde muy jóvenes en Venezuela, tienen también ciudadanía venezolana, y regresan ahora a Colombia dejando atrás bienes y propiedades resultado de una vida entera de trabajo.

Tengo amigos que vinieron de Argentina huyendo de los militares que hicieron las dictaduras de los años 1970 y 80, y años atrás emprendieron el viaje inverso huyendo de los militares pretorianos venezolanos que le dieron sustento, primero, a un modelo neo autoritario y luego, a partir de Maduro, a un gobierno de facto.

Y, aunque sobre las migraciones europeas no dispongo de las cifras de retorno, recuerdo en los últimos años que viví en Venezuela, antes de que yo también tuviera que exiliarme, las largas colas que hacían inmigrantes y sus descendientes frente a los consulados de España y Portugal para arreglar sus papeles u obtener su nacionalidad como paso previo al regreso a sus países de origen espantados del nuestro.

Después de conversar con Chocrón, podría decir que hay dos momentos históricos decisivos en el devenir de la comunidad judía en Venezuela. Uno épico, el otro miserable. El épico, quizás sería mejor llamarlo epopéyico, fue la llegada, en 1939, de lo que la prensa llamó “los barcos de la esperanza”. El miserable, mejor sería decir, el degradante, fue el ataque a la Sinagoga de Maripérez ordenada por el propio Hugo Chávez en persona en 2009.

Como los barcos de la esperanza se conoció el incidente de la llegada a Venezuela, exactamente a Puerto Cabello, del Caribia y el Köenigstein, dos embarcaciones que habían zarpado de Hamburgo con 251 judíos, en su mayoría vieneses, huyendo del holocausto, y luego de un dramático recorrido en el que su desembarco es negado por varios países, arriban a Venezuela, que no era el lugar de destino, gracias a un decreto del presidente Eleazar López Contreras, quien decide recibirlos.

El ataque a la sinagoga Tiféret Israel, la más antigua de Caracas, se produjo la noche del 31 de enero de 2009, durante la celebración del shabat, el ritual de descanso semanal de los creyentes del judaismo. El acto de barbarie ocurrió a raíz del conflicto de la Franja de Gaza de 2008-2009, luego de que el gobierno de Hugo Chávez rompiera relaciones diplomáticas con Israel y escupiera, en cadena nacional televisiva, una maldición contra el pueblo judío y el Estado de Israel.

Esa noche quince personas, portando armas de guerra, sometieron y amordazaron a dos vigilantes, irrumpieron en la sinagoga, destrozaron sillas y objetos rituales, tomaron y lanzaron al piso los rollos de La Torá, uno de los libros sagrados del judaismo, y luego de cinco horas de festín destructivo, pintaron las paredes con grafitis antisemitas y antisionistas pidiendo la expulsión de los judíos del país. Luego se comprobaría que además de miembros de los colectivos paramilitares, participaron agentes de la Policía de Caracas y del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC), antigua Policía Técnica Judicial (PTJ).

Estos dos hechos no solo marcan la historia de los judíos en Venezuela. Definen con precisión dos momentos históricos. Primero, el de la transición hacia la democracia, la convivencia pacífica y la apertura ideológica, iniciada a partir de la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, por los gobiernos de López Contreras y Medina Angarita.

Y, segundo, el del retroceso histórico que significó la llegada del militarismo de nuevo al poder de las manos de Hugo Chávez, reiniciando la represión y discriminación de adversarios políticos y migraciones, introduciendo el odio de clases y la intolerancia ideológica como combustible fundamental de la vida política del país.

La conversación con Sonia Chocrón fue reveladora y estimulante. Luego de leer fragmentos de su libro más reciente, un poemario titulado Hermana pequeña, entendemos mejor el significado del término shalom, y se lo decimos, con afecto, a la comunidad judía de Venezuela.

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