París: Alahú Akbar

Abel Ibarra

Alahú Akbar fue el grito con el que unos musulmanes modernos bautizaron la masacre reciente que puso la muerte súbita y horizontal sobre las calles de París. Hombres, mujeres y niños fueron ejecutados para mantener la tierra libre de “infieles” y, las fotos de los cuerpos secos que circulan por Internet, son el testimonio macabro de la barbarie desatada por ese culto asfixiante que ve enemigos en todo el que no acceda a seguir sus códigos de fanatismo y exclusión.

La masacre, consumada por el sólo deseo de reducir a las víctimas al grado cero de la sumisión por cometer el pecado de vivir con garganta democrática y libertaria, siguió el libreto elaborado por el Ayatolá Jomeini cuando, a la caída de Sha del Irán, por allá por la década de los 70, llamó a sus correligionarios a recuperar los territorios perdidos por el Islam en la cuenca del Mediterráneo y en todos los abrevaderos vitales que se alimentaban de la civilización que creció a su vera marítima.

Alahú Akbar fue el grito de guerra pronunciado por los musulmanes cuando invadieron la península ibérica en el año 701 para decir que Alá es grande. Debió ser la garganta de Táriq Ibn Ziyad la que profirió el juramento cuando ordenó desenvainar las cimitarras que tiñeron de sangre el más antiguo mar civil de nuestra era, para luego entrar a saco en tierras de Rodrigo, último rey visigodo de Hispania y consolidar como propio el al-Ándalus, que luego cambió de voz como Andalucía. Ocho siglos después se perdió el reino de Granada en manos de Boabdil (monarca islámico y sanguinario que desalojó del poder a su padre y desató una persecución contra su tío), quien se quedó mudo frente a la recriminación de su madre ante la derrota: “llora como mujer, lo que no supiste defender como hombre”.

Fueron tiempos de desafío heroico con el cual se construyó la historia, casi siempre cruel, pero lo de hoy es un grito estentóreo que sólo habla de intolerancia y odio. Alahú Akbar es una arenga fatídica que ha sido repetida en innumerables oportunidades para disfrazar de fidelidad religiosa un desapego grosero por la condición humana. Bajo su influjo son cortados clítoris de musulmanas impúberes, exprimidos cuellos de homosexuales, lapidadas mujeres bajo acusación de lascivia y, como premio máximo a su ideal perverso de purificación, la amenaza iraní de desaparecer a Israel del mapa. O, de hacer volar por la estratósfera el territorio completo de los Estados Unidos.

Alahú Akbar gritaron los musulmanes que asesinaron gente contante, sonante y feliz, que salió a celebrar la vida nocturna de París con las farolas de la ciudad luz, o a escuchar un concierto de rock gringo en el Bataclán, una sala musical que suena como si se rompiera la espalda de un enmascarado sobre un ring de lucha libre. O sea, los mismos que estrellaron aviones contra las Torres Gemelas en Nueva York. Los iguales que queman cristianos coptos en las iglesias de Egipto o rompen esculturas del mundo mundano en tierras de la antigua Mesopotamia… y así ad infinitum.

Alahú Akbar se escuchará cuando nos pongan el cuchillo en la garganta esos carniceros primitivos que lo políticamente correcto exige mirar de soslayo y que la estupidez posterga como si el destino fuera un cuero de Agnus Dei reciclable.

Yo, por si acaso, ando en volandas por esos mundos de Dios.

Amén.

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