¿Por qué nos interesan las elecciones de los EEUU?

por Fernando Mires *
La pregunta del título ha de parecer ociosa porque la respuesta es obvia. EE UU aún en crisis es una potencia económica y militar. De ahí que lo que sucede en los EE UU incide en la suerte del mundo que habitamos.
Sin embargo, no faltan las opiniones que aseguran que en las elecciones norteamericanas es muy poco lo que se decide pues los dos principales partidos se diferencian como la Coca Cola de la Pepsi Cola. El chiste malo es de Fidel Castro y delata la falta de sensibilidad política del anciano déspota. Y es obvio: si para Castro los EE UU son un imperio, da lo mismo quien será el emperador y luego, entre un Romney y un Obama no habría ninguna diferencia.
Algo más lúcido, Putin sabe que entre Romney y Obama sí hay diferencias. Los jerarcas chinos lo saben todavía mejor e incluso, los autócratas de América Latina añoran los bellos tiempos cuando se lucían insultando (su deporte favorito) a Bush. Espectáculo que no pueden escenificar en contra de Obama entre otras cosas porque Obama es más popular y respetado que ellos, aún en los países que dicen gobernar.
El discurso de Obama ha desactivado, en cuatro años, el de muchos autócratas y dictadores.
La política exterior de Obama no prioriza la superioridad bélica. Todo lo contrario: la pone al servicio del principio de la hegemonía política. Las rebeliones árabes, es el ejemplo más notorio, han contado con el apoyo explícito e implícito de los EEUU. Las diferencias políticas entre Obama y Bush -las que no puede percibir un antidemócarata como Castro- eran, para decir lo menos, enormes. Y ellas se proyectan, sin duda, en la relación negativa que establecen Obama y Romney; este último tan marcado por el pasado “bushista”, que a veces se tiene la impresión de que más que diferenciarse de Obama busca diferenciarse de Bush.
No obstante, en un punto tiene razón el dictador cubano.
Si bien las diferencias en los temas internos han sido y son enormes (sistema impositivo, subsidios, y hoy las migraciones, la energía, la educación y la salud), en materia de política internacional existió hasta el fin de la Guerra Fría un consenso pactado entre republicanos y demócratas, uno que estaba signado por la existencia del mismo enemigo: la URSS. Sólo después de la desaparición del “enemigo común” han surgido diferencias con relación al “mundo externo”; y ellas han pasado a ser parte del debate electoral.
En todo caso, la visión de los demócratas como palomas y los republicanos como halcones no tiene asidero. ¿Habrá que recordar que la guerra del Vietnam fue iniciada por un demócrata, Kennedy, y terminada por un republicano, Nixon? ¿O que la Guerra Fría comenzó con un demócrata, Truman, y terminada con un republicano, Reagan? ¿O que los bombardeos a Irak los comenzó el demócrata Clinton y los terminó el republicano Bush Sr. al negar el avance a Bagdad?
En breve, no sólo había en los EE UU una política internacional consensuada. Además, los roles entre republicanos y demócratas estaban entrecruzados. Por supuesto había halcones y palomas. Pero las dos aves volaban en cada uno de los partidos, y a veces, sobre la cabeza de las mismas personas. Aún hoy, la “paloma” Obama no titubeó cuando llegó la hora de liquidar a Osama Bin Laden: “Mátenlo” – fue la orden escueta del presidente.
No obstante, independientemente a las diferencias entre los dos partidos, las elecciones norteamericanas han sido siempre, y no sólo ahora, seguidas con extraordinario interés desde el extranjero. Por eso es legítimo sospechar que, más que las diferencias, lo que concita interés mundial es el modo como ellas son transferidas a la escena pública. Efectivamente, las elecciones norteamericanas son un espectáculo mundial.
¿Política como espectáculo? En ningún caso. Se trata de algo que suena parecido pero a la vez es muy distinto. Se trata, para decirlo en breve, del espectáculo de la política. ¿Cuál es la diferencia entre la política como espectáculo y el espectáculo de la política? Para explicarme, deberé recurrir a ejemplos.
Sabido es que la mayoría de los dictadores y autócratas hacen de la política un espectáculo. No voy a referirme a los despliegues de fuerzas militares en Corea o Irán. Ni a las masas vestidas con un sólo color frente a las cuales vociferan enloquecidos tiranos. Me refiero solamente a quienes –escondidos en sus cubículos mediales- utilizan los mecanismos del poder para montar escenificaciones que excluyen voces y opiniones contrarias. En suma, se trata de la conversión de la política en una representación unipersonal de acuerdo a la cual “el enemigo” es mencionado, insultado y vilipendiado, pero nunca directamente confrontado.
La diferencia entre la política del espectáculo y el espectáculo de la política reside entonces en que la primera suprime el debate y con ello, en tanto la política es debate, suprime a la política. En cambio, en la segunda, el espectáculo proviene del debate, es decir, de la propia política. Esa es evidentemente una de las razones por las cuales los dictadores y autócratas no soportan el espectáculo que brinda la política norteamericana en tiempos electorales. Pues allí, desde el comienzo hasta el día de la elección, hay un debate sostenido entre los postulantes
Primero, el debate tiene lugar mediante primarias y convenciones al interior de los partidos.
Segundo, es un debate abierto. Los partidos, en esos momentos, se abren, debatiendo hacia afuera sus posiciones internas.
Tercero, escuchada la voz del elector, sobreviene el momento de la unidad, y ese es cuando la fracción vencida se une a la vencedora para enfrentar al enemigo común. A partir de ese momento el debate adquiere otra connotación. De ahora en adelante se tratará del debate entre dos fuerzas no sólo contrarias sino, además, adversarias.
Cuarto, el momento final ocurre cuando el debate es personalizado, casi siempre entre dos contrincantes. Es el momento culminante: Dos adversarios debaten de acuerdo a reglas pre-establecidas. Se dan duro, pero nunca se escucha un insulto o una descalificación personal. Pocos días después, el elector, el soberano, hará uso de la palabra escrita (el voto) y elegirá.
Desde otros países, los que nos ocupamos de la política, observamos ese proceso electoral con sumo interés. A su vez, quienes viven bajo una dictadura o una autocracia, sentirán algo parecido a una legítima envidia. ¿Por qué en mi país no ocurre algo parecido?
Pero los dictadores y autócratas, cuando presencian en las pantallas los debates norteamericanos, experimentan, sin duda, un miedo atroz. Es el miedo a la contra-dicción. Ellos, más que a los EE UU, odian el debate, o lo que es igual a la dicción contraria: a la contra-dicción.
Gobernantes de los EE UU como casi todos los del planeta han cometido grandes barbaridades, nadie lo puede negar. Pero la política norteamericana siempre ha encontrado la posibilidad de la rectificación a través del debate y la palabra contra-dicha. Esa rectificación a partir del debate contra-dictorio es la que jamás podrán aceptar dictadores y autócratas. Ahí reside el secreto de su supuesto antiimperialismo.
* Profesor emérito de la Universi dad de Oldenburg, Alemania, autor de numerosos artículos y libros sobre filosofía política, política internacional y ciencias sociales, publicados en diversos idiomas

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