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«… cada vez es mayor el número de naciones en las cuales grupos antidemocráticos alcanzan el poder por medio de comicios electorales.»
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Fernando Mires *
Cuando la revista Perspectiva, del Instituto de Ciencia Política Hernán Echeverría Olózaga de Colombia me solicitó un artículo bajo el título ¿Cómo evitar que los Hitlers ganen en las urnas?, lo primero que pensé fue poner como condición un cambio de título. La sola idea de que Hitler pudiera regresar era y es para mí una distopía difícil de aceptar.
Una segunda vuelta de tuerca me hizo observar que el título no tenía un sentido literal. El ascenso de Hitler puede ser también utilizado como símbolo representativo de todos los gobernantes que utilizando instituciones republicanas han accedido al gobierno con el objetivo de desmontar la democracia y en su lugar establecer una dictadura, una autocracia o algo similar.
Es importante agregar que el ascenso de Hitler al poder no solo sirve para caracterizar un signo del fascismo. Esa misma “táctica” ha sido asumida, y no en pocas ocasiones, por grupos y partidos que se autodenominan socialistas, algunos de los cuales todavía entienden a la “democracia burguesa” como una simple superestructura del capitalismo. Es historia muy conocida, sobre todo en América Latina. No insistiremos aquí sobre ella. Valga solamente mencionar que la táctica hitleriana de acceso electoral al poder fue compartida en su tiempo por el KPD (Partido Comunista Alemán).
Más urgente es apuntar al hecho de que cada vez es mayor el número de naciones en las cuales grupos antidemocráticos alcanzan el poder por medio de comicios electorales. Los hay en el Este de Europa, en Eurasia, en casi toda África y por supuesto, en países latinoamericanos.
¿Cómo impedir que los Hitlers lleguen al poder sin destruir la democracia? Esa es la pregunta y a la vez el tema. La respuesta no es fácil.
Antes de atender al problema de la prevención política, será necesario destacar que muchas naciones en las cuales ha sido impuesta una dictadura mediante vías democráticas tienen como punto común denominador el hecho de que las instituciones democráticas coexisten con tradiciones y hábitos no democráticos. Para que se entienda mejor, no me refiero tanto al subdesarrollo económico como al político. Con ello quiero decir que los bajos niveles de conciencia democrática no están necesariamente determinados por un mayor grado de pobreza o de riqueza.
El mismo ascenso de Hitler –no lo olvidemos- ocurrió en una de las naciones económicamente más avanzadas de su tiempo. No obstante, en lo que se refiere a su cultura política, la Alemania de las tres primeras décadas del siglo XX era, como otras en Europa, una nación estatista, militarista y autoritaria, de tal modo que muchos de los temas que levantó Hitler (antisemitismo, militarismo, caudillismo) no los inventó Hitler. Formaban parte de la “ideología alemana” y, en muchos casos, europea. En cierto modo el nazismo fue un fenómeno europeo ocurrido en territorio alemán.
La democracia es de por sí una construcción frágil. Mucho más frágil si las instituciones democráticas no tienen raíces en la conciencia ciudadana. Podríamos hablar así de democracias sin demócratas. Son muchas más de las que a primera vista uno puede imaginar. Basta mirar el mapamundi. El ciudadano en el sentido kantiano del término, ese que no necesita mirar la carta constitucional para actuar pues la lleva inscrita en su propio corazón, es una especie muy rara de encontrar. Aún en nuestros tiempos.
Así y todo llama la atención el hecho de que los partidos de centro y centro derecha de Alemania hubieran pensado que Hitler y su partido Nacional Socialista podían ser parte de coaliciones democráticas. La ingenuidad del presidente von Hindenburg y de las fuerzas republicanas y monárquicas que lo apoyaban fue en ese sentido espeluznante.
Cierto es que entre 1930 y 1932 Hitler moderó su lenguaje hasta el punto de que las alas más radicales del nazismo lo bautizaron como “Adolf, el legal”. Pero pese a sus continuos juramentos a la Constitución, nunca desdijo su rabioso antisemitismo, jamás ocultó sus objetivos guerreristas ni su admiración por Mussolini (tan parecida a la que sienten hoy algunos gobernantes latinoamericanos por los hermanos Castro). Tampoco criticó su participación en el golpe de Munich (1923) y por si fuera poco, todo su programa había sido ya publicado en Mein Kampf, escrito en 1924, en prisión. En otras palabras, Hitler no engañó a nadie. De tal modo que la ilusión de von Hindenburg, Bruning, von Papen, y tantos otros, relativa a que la política domesticaría a Hitler, apenas ocultaba el deseo de restaurar los principios de la monarquía absoluta, pero con un Führer en lugar de un monarca.
No obstante, los grandes errores del centro y de la derecha política alemana fueron muy poco comparados con los cometidos por socialdemócratas y comunistas. A fin de sintetizar, dichos errores pueden ser divididos en dos grupos: El primero: la desocupación de espacios políticos y sociales que fueron puestos a merced de la demagogia hitleriana. El segundo: la incapacidad para lograr una unidad opositora mínima, vale decir, un bloque político defensivo que hubiera servido como dique de contención al avance del nazismo.
Con respecto al primer error, es posible afirmar que tanto socialdemócratas como comunistas obsequiaron a Hitler el tema de la seguridad de la nación, tema que Hitler convertiría fácilmente en nacionalismo expansionista. En ese sentido la mayoría de los historiadores están de acuerdo en que el Tratado de Versalles de 1919 (reparaciones con respecto a la guerra de 1914) que despojó a Alemania de territorios que le pertenecían (Alsacia y Lorena), obligándola a pagar leoninas indemnizaciones, lastimó profundamente el orgullo nacional.
Las fracciones pacifistas del SPD impidieron que este partido se sumara al legítimo reclamo nacional. No sin cierta razón el destacado socialcristiano alemán Heiner Geissler dijo el año 1983 ante el escándalo del público político bienpensante, que el “pacifismo de los años treinta hizo posible Auschwitz”. La relación por cierto, no es directa. Pero no se puede negar que el pacifismo socialdemócrata, al abandonar el tema de la revisión política del contrato de Versalles, dejó flancos abiertos para que Hitler desarrollara un radical discurso nacionalista en contra de las naciones europeas controladas según él, por “el judaísmo y el bolchevismo”.
Más grave aún que la indiferencia de la izquierda alemana con respecto al injusto Tratado de Versalles, fue regalar el tema de la protección de la nación frente al expansionismo de Stalin, a Hitler. Efectivamente, la posibilidad de una agresión soviética no era un invento de Hitler. El mismo Stalin nunca la ocultó. Naturalmente los comunistas alemanes, dirigidos desde la URSS, no habrían podido tomar esa bandera. Pero sí la SPD. Nuevamente el pacifismo socialdemócrata mostró en ese punto, su profundo carácter antipolítico.
Cuando en 1986 el historiador Ernst Nolte afirmó que el comunismo había sido la principal causa del avance del nazismo, fue objeto de encarnizados ataques de parte de la política y de la cultura alemana. Jürgen Habermas, quien jamás pronunció una palabra en contra de la dictadura de la RDA, acusó a Nolte de “convertir a las víctimas en hechores”. Sin embargo, nadie logró ocultar el hecho de que entre quienes votaron por Hitler no todos lo hicieron a favor del Holocausto. No pocos vieron en Hitler la única alternativa militar frente al avance de Stalin y en los comunistas alemanes, puntas de lanza al servicio de la URSS. En verdad, eso fueron.
Con respecto a la desocupación de temas sociales, la responsabilidad de comunistas y socialdemócratas es compartida. La SPD era un partido con hondas raíces en la clase obrera organizada. Lo mismo ocurría con el DKP. Esos dos partidos eran efectivamente, obreros. El NSDAP (nazi) cuyo nombre originario fue Partido Obrero Alemán (PAD) llegó a ser en cambio un partido popular (y populista).
De los “tres socialismos”, el socialdemócrata, el comunista y el nazi, este último fue el único que captó que “debajo” de la clase obrera organizada existían grandes contingentes de desclasados, una chusma paupérrima que serviría al nazismo como campo de reclutamiento de matones, soldados y grupos de choque. Gracias a esa política de “apertura hacia abajo” la revolución de Hitler logró transformar a la “sociedad de clases” en una “sociedad de masas”. El clasismo ortodoxo de socialdemócratas y comunistas facilitó sin duda el crecimiento social del nazismo entre las capas sociales más empobrecidas de la nación.
Sin embargo, de todos los errores cometidos ninguno fue tan grande -digámoslo abiertamente, tan criminal- como el cometido por los comunistas alemanes al comenzar la década de los treinta al seguir fielmente el mandato de Stalin destinado a combatir a la socialdemocracia y no al nazismo como enemigo principal. Como si hubiera colaborado directamente con Hitler, el estalinismo dividió a los obreros lanzándolos a combatirse entre sí en nombre de una insurrección que no tenía por donde aparecer. Más aún, esa división fatal fue la principal razón que impidió la unidad de toda la oposición en contra de Hitler. Cuando Stalin en 1934 recapacitó, dándose cuenta de la monstruosidad cometida, ya era demasiado tarde. Los activistas comunistas y socialdemócratas o estaban aniquilados o compartían las mismas cárceles. Esa fue la gran lección, la lección nunca aprendida que dejó detrás de sí el ascenso de Hitler al poder.
El ascenso de Hitler al poder (su votación máxima fue de un 34% en 1932) no estaba pre-determinado por ninguna ley de la historia. Más aún, sobre la base de una mínima unidad opositora -antes de Hitler electoralmente mayoritaria- ese avance podría haber sido perfectamente bloqueado.
Hitler llegó al poder no como consecuencia de sus virtudes políticas, sino como resultado del colapso de las fuerzas llamadas a defender la precaria democracia alemana. No sería esa la última vez que en la historia ocurre algo parecido.
* Profesor emérito de la Universidad de Oldenburg, Alemania, editor de Polis