Ricardo Escalante, Texas
El compromiso social del escritor es un tema por siempre debatido y no por eso agotado. Escritores de todos los tiempos han asumido posiciones unas veces militantes, de condena a la injusticia y a la falta de libertad, mientras otros han preferido la comodidad del silencio o la identificación con figuras y regímenes arbitrarios. Pero, por supuesto, seguirá siendo impensable creer que un día se llegará a una conclusión definitiva o a una actitud única.
Lo cierto es que los compromisos políticos o ideológicos de los intelectuales y los artistas, como parte innegable de la sociedad, deberían ser claros. En cualquier dirección política o ideológica, pero siempre de manera inequívoca.
Mario Vargas Llosa, en ese sentido, ha sido admirablemente beligerante. En la época en que creía en la izquierda no lo ocultaba y actuaba en consecuencia. Un buen día descubrió su equivocación y tampoco lo negó. Durante muchos años ha sido un pensador liberal y un sólido defensor de la pluralidad de pensamiento y de la libertad de los pueblos. Ni por un segundo cierra la boca (o guarda la pluma) para repudiar lo que pasa, por ejemplo, en Cuba, Venezuela, Argentina, Ecuador o Nicaragua.
El también admirable escritor (chileno) Jorge Edwards hace poco firmó precisamente con Vargas Llosa, un documento respaldado por otros intelectuales, llamando a la concordia en Chile y Perú ante al proceso que inexorablemente conducirá a un fallo internacional en La Haya, por una larga y amarga disputa sobre fronteras marítimas. Y lo hicieron para tratar de evitar explosiones de nacionalismos a ultranza.
El autor de La región más transparente y de La muerte de Artemio Cruz, Carlos Fuentes, era otro buen ejemplo del escritor consciente de su función social. Se dedicaba no solo a la literatura, sino también a los problemas mexicanos y latinoamericanos y su voz era orientadora. Una vez dijo que Hugo Chávez tenía un basurero en su cabeza y a Venezuela le esperaban tiempos sombríos, otra describió a Peña Nieto como un ignorante que no merecía ser presidente de México porque carecía de capacidad para dialogar con líderes mundiales.
También ha habido, por supuesto, casos lamentables de intelectuales que han acariciado o abrazado totalitarismos. En forma incomprensible, el gran maestro de la literatura latinoamericana Jorge Luis Borges Borges, cuando nadie lo esperaba visitó en 1976 al brutal dictador Augusto Pinochet y le hizo indelebles elogios. Entre otras cosas dijo: “Es un honor inmerecido ser recibido por usted, señor Presidente… En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden”…
Y, por supuesto, está el caso especial del genial Gabriel García Márquez, que en una época recorrió los países de la cortina de hierro y escribió un extenso reportaje sobre la petrificación del sistema comunista y sus procedimientos para conculcar las libertades individuales, pero con el paso de los años él tuvo una evolución difícil de entender frente al también gobierno comunista cubano y los más de seis mil fusilamientos y desapariciones forzadas. Entabló una sólida amistad con el dictador Fidel Castro, a quien visitaba con regularidad, y nunca lo condenó ni le exigió una apertura democrática. Luego de una reunión con Castro, Hugo Chávez y Andrés Pastrana en La Habana, acompañó al mandatario venezolano en su regreso a Caracas y escribió un artículo concediéndole el beneficio de la duda que apenas se disponía a gobernar. Y una vez que lo publicó, olvidó el tema para siempre.