El presidente Santos se juega la reelección en las negociaciones con la guerrilla
Ricardo Escalante, Texas
El acuerdo logrado por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC fue recibido con beneplácito en Colombia y en el exterior, pero hay aspectos de fondo que generan dudas. ¿Se habrá sobredimensionado el poder político de un movimiento que ha asesinado a más de cien mil colombianos?
A través de cinco décadas se ha demostrado que se trata de una organización inspirada en fines de lucro, valiéndose de extorsiones, chantajes, secuestros, torturas, bombas, y otros métodos terroristas. Generaciones de colombianos han sido víctimas inocentes.
El daño infligido, al cual no escapan los países vecinos, es de proporciones incalculables. La condición narcotraficante de las FARC nunca ha estado en discusión, y también es claro que el sentimiento popular no se identifica con sus propósitos.
Se presume que el fin ulterior de las negociaciones es el abandono de las armas y la reinserción de los guerrilleros a la sociedad. ¿Será eso posible? Ojalá así fuera, aunque todo conduce a pensar que las reuniones de La Habana sólo persiguen ganar tiempo y propaganda internacional. Tal vez nuevos contactos para la obtención de nuevas armas y municiones, puesto que las FARC no están en su mejor momento militar y sus líderes fundamentales ya están muertos.
Si el gobierno de Santos lograra el abandono de las armas por parte de la narcoguerrilla, su nombre pasaría a la historia como el gran pacificador y reconciliador y, por supuesto, su reelección presidencial estaría asegurada. Tarea nada fácil.
¿A cambio de qué ocurriría la renuncia a las armas y a procedimientos crueles? Los alzados deberán lograr algo a cambio y, de entrada, ya han alcanzado el reconocimiento de beligerancia por parte de Santos, al sentarse a negociar casi de Estado a Estado. Algo riesgoso.
Está visto que los colombianos odian lo que las FARC representan y, por lo mismo, su incorporación a la vida política como partido no significará nada para ellas. Su criminal historia no será atractiva en ningún proceso electoral, por más que se vistan de corderitos. No tendrán nada que ofrecer y a nadie convencerán. Eso lo saben bien sus jefes, que no son ingenuos.
El caso venezolano con la guerrilla de los años 60 y 70 fue distinto porque no hubo un proceso de negociaciones políticas, sino una rendición. Los subversivos se acogieron a la política de pacificación y algunos de ellos después tuvieron participación en partidos, en el Congreso y algunos hasta se postularon a la jefatura del Estado. Reconocieron su fracaso y reflexionaron de manera sensata.
Otra pregunta relevante es cómo un acuerdo con las FARC va a resolver el problema del campo colombiano, cuando ellos están al margen de la ley y son culpables del deterioro de las actividades agrícolas. ¿Cuántas familias campesinas han sido desplazadas? ¿Cuántas asesinadas?
Faltan aun otros puntos por resolver y las cosas no lucen fáciles. ¿Tendrá razón Alvaro Uribe al oponerse como lo hace? El problema consiste en que las palabras del expresidente vienen con una explosiva carga de rencores que lo descalifican.
Solo el tiempo dirá quién tiene la razón.