Pareciera que aún no estamos convencidos de las bondades de la democracia, la igualdad ante la ley, la separación e independencia de los poderes y el control de los actos públicos
Juan José Monsant Aristimuño.
Un país, cualquier país, organizado jurídicamente o mejor, una nación asentada en un territorio en particular, por ejemplo la venezolana, colombiana o salvadoreña para mantenerse en entidad nacional y preservar aquellos recuerdos, valores, paisajes, sabores e historia compartida construida generación tras generación, enriquecida con la evolución natural de la humanidad, necesita la seguridad de su continuidad.
Seguridad no solo referida a la integridad física y moral del individuo, sino la de saberse ciudadano, perteneciente a la civitas; sujeto a derechos y deberes políticos y civiles garantizados por una unidad administrativa encargada de preservarlos, a la cual se le ha depositado la confianza y los propios derechos individuales en función de la convivencia, que otorga el saberse protegido por un ente superior, con la “autoritas” por todos aceptada.
Quizá sea la única razón de existir de esa entelequia llamada Estado, que no es más que una organización política administrativa gerenciada por un gobierno, elegido de conformidad con un cuerpo de normas según las cuales todos somos iguales ante la ley, sin primus inter pares. Eso, es la democracia. Otra forma de gobierno es tiranía.
Lo primero es decidir cual forma de gobierno desea darse a nación; la democracia con todas sus carencias pero perfectible o la dictadura en las cuales una parcela de la sociedad se sitúa por encima del resto. Ejemplos hay muchos de la antigüedad pero también contemporáneos. Por ejemplo los faraones egipcios, las monarquías absolutas del Medioevo, Fidel Castro, la antigua nomenclatura soviética, el régimen de Irán, Corea del Norte, Zimbawe, Somalia (aunque este es un estado fallido). A la par observamos sociedades democráticas donde el ciudadano ejerce el control por diversos medios, como Canadá, Estados Unidos, Chile, Francia, Alemania, Colombia, Costa Rica, o monarquías constitucionales como España, Inglaterra, Suecia, Dinamarca, Holanda, en las cuales el poder reside en el pueblo y los monarcas meros representantes de la unidad nacional, Jefes de Estado y no de gobierno, pero ese es otro asunto.
Para el caso que nos ocupa, nuestras democracias representativas se encuentran actualmente sometidas a embates de identidad. Pareciera que aún no estamos convencidos de las bondades de la democracia, la igualdad ante la ley, la separación e independencia de los poderes públicos y el control de los actos públicos; valga decir, transparencia y rendición de cuentas de los administradores ante los administrados para obtener la legitimidad de sus actos, que hasta los españoles apreciaban en la época colonial con los juicios de regencia.
Los partidos, el gobernante, suplanta la soberanía popular, han dejado de ser intermediarios entre el electorado y el gobierno, han dejado de ser la voz del elector para convertirse en la voz del buró político del partido o del grupo de influencia al cual se pertenece. Lo importante es el poder porque garantiza influencias, prebendas, contratos y vanidades. Si se es de izquierda fundamentalista se trata de excluir a la otra parte o reducirla a su mínima expresión. Si por el contrario se está situado en una posición reaccionaria, excluyente por razones de origen, situación económica, color o religión, se trata de no compartir privilegios y derechos para conservarlos para la parcela que representan. Los dos casos son, en su esencia, antidemocráticos con franca vocación a sutiles formas de dictaduras, a veces no tan sutiles.
Venezuela, por ejemplo, al igual que El Salvador, es una república sustentada en la separación de los poderes públicos bajo el sistema del equilibrio y control de ellos entre sí. El Ejecutivo administra, el Legislativo legisla y el Judicial aplica la ley. Esto de manera elemental y simplificada; en realidad es un entramado de pesos y contrapesos, poderes fácticos que se vigilan y controlan para evitar la tiranía. No obstante, se está produciendo un fenómeno de tentación autoritaria en los países miembros del ALBA que mueve a preocupación como en la propia Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Bolivia y de alguna manera en Argentina. Es la pretensión del poder ejecutivo por absorber al resto de los poderes. Comienzan por dominar el legislativo y desde allí, al codiciado poder judicial, en particular a la Sala Constitucional, la encargada de velar por la recta interpretación y aplicación de la Constitución y las leyes. Se trata, en el fondo, de la desaparición del Estado de Derecho tal como lo conocemos, para ser sustituido por una democracia dirigida, que no es más que una variante de tiranía con visos de formalidad democrática. Es, a todas luces, un retroceso ante la historia, o un no haber llegado hasta donde se debía llegar.