por Fernando Mires
Al parecer no hay nadie que le diga que la razón principal por la cual pulverizó en pocos días la herencia electoral del presidente muerto, reside en que sus mentiras han sobrepasado el límite que las contenga. Porque nunca se ha visto en toda la historia de América Latina mentir tanto en tan pocos días como lo ha venido haciendo Nicolás Maduro desde que lo designaron sucesor, como si Venezuela fuera una satrapía hereditaria.
Mentir, mentir que algo queda era la divisa de Goebbels. La de Maduro en cambio parece ser la de mentir, mentir, hasta que no quede nada.
Desde cuando viajaba a Cuba todos los días está mintiendo. Mintió cuando afirmó que el difunto estaba recuperándose de su enfermedad. Mintió con una firma tan impecable como chimba. Mintió cuando habló de una reunión de trabajo de cinco horas, no respetando siquiera el dolor de quien ya emitía sus últimos suspiros. Mintió al hacerse nombrar ilegalmente presidente de la república. Mintió cuando anunció que no iba a haber un «paquetazo» y a los pocos días hubo dos. Mintió grotescamente con la inoculación de cáncer por medio del «imperio». Mintió movilizando encuestas de manipulación pública, verdadera plaga venezolana. Mintió cuando anunció que Capriles, incapaz de competir con él, retiraría su candidatura. Mintió inventando desestabilizaciones, conspiraciones, atentados de mercenarios que provenían desde El Salvador y Colombia. Mintió siempre, sin presentar jamás prueba alguna. Mintió incluso a Capriles al aceptar el recuento voto a voto. Mintió y miente, como malo de la cabeza, como si estuviera enfermo de tanto mentir. Todos los días una mentira nueva. Por eso le dicen «mentira fresca». Willie Colon, cuanta razón.
No, no. No fueron fallas técnicas las que lo llevaron a la derrota política. Tampoco su mala oratoria, su falta de ideas, o sus alucinaciones avícolas; ni siquiera sus intentos desesperados por imitar a su padre político. Todos esos son errores pasables, incluso perdonables en alguien que hace sus primeras prácticas en la política pública.
No, no. La verdadera razón de su derrota es que a la gente no le gusta que le mientan tanto. “Miénteme” es sólo un bello bolero, pero aunque lo cantó la divina Olga Guillot, a nadie le hace «tu mentir feliz».
No, no. Aceptar mentiras como verdades es igual a ser tomado por idiotas, y eso no lo aceptan ni siquiera quienes habían sido incondicionales chavistas.
Como la mentira convertida en sistema termina destruyéndose a sí misma ha sido por lo demás corroborado de modo histórico. Recordemos solamente que si la Perestroika (Reestructuración) de Gorbachov logró imponerse, fue porque iba acompañada de Glasnost, palabra rusa que quiere decir transparencia. La verdad, nunca la mentira, es transparente.
Detrás de cada mentira hay una verdad pero nunca hay una mentira detrás de una verdad. Esa es la razón lógica y no religiosa por la cual la verdad termina imponiéndose por sobre la mentira.
La verdad, por lo menos la verdad a escala humana, corresponde con la realidad gramática que nos rodea. Mentir, en cambio, es des-realizar la realidad por medio del lenguaje. Pero si la realidad es real y no irreal -hablo en sentido convencional y no lacaniano- tarde o temprano desarticulará a la gramática de la mentira, que es irreal y no real. Por lo mismo, como ocurrió con ese edificio de mentiras que era la antigua URSS, la verdad será alguna vez realizada. Por supuesto, no me refiero a las verdades ideológicas, que son simples opiniones, sino a las verdades de hecho.
Fue Hannah Arendt quien en su libro “Pasado y Presente” dilucidó el tema de la verdad y la mentira en la política de un modo casi genial. Decía Arendt, y con toda razón, que la política no es el campo de la verdad; y una de las razones por las que no lo es, es que en la política estamos obligados a emitir opiniones, las que al ser opiniones, no son siempre verdaderas (yo diría, en un tono más bajo, «ciertas»). Por eso mismo distinguía Arendt entre verdades de opinión y verdades de hecho. Las verdades de opinión pueden ser, por cierto, respetadas, pero no necesariamente aceptadas y esa es, por supuesto, la razón por la cual sin discusión no puede haber política.
Para poner un ejemplo: si alguien dice: «Cuba es un mar de la felicidad», es una opinión, y quien la emite tiene todo el derecho a hacerlo. Pero si alguien dice, «en Cuba no ha habido nunca perseguidos y presos políticos», esa es una mentira. Y bien, esa mentira no puede ser transformada en una opinión, porque simplemente es un hecho; una verdad de hecho.
Ahora, según Arendt, la intención criminal de las dictaduras reside en querer transformar las verdades de opinión en verdades de hecho, o lo que es igual, en la imposición de un orden según el cual las opiniones no se basan en hechos sino los hechos en opiniones.
De la misma manera, si Maduro dice «la oposición está formada por la oligarquía», es su opinión. Pero si dice, «los más de siete millones que votaron en contra mía son miembros de la oligarquía», es una mentira de hecho. O también: si él piensa que Capriles es violento, es su opinión. Pero si dice, Capriles ha llamado a la violencia, ha violado la ley y por eso debe ir preso, es una mentira de hecho. Solo así se explica por qué, igual que los dictadores, Maduro confunde sus opiniones, incluso sus deseos, con la verdad de los hechos. Por eso miente, miente sin parar.
¿No hay en su entorno alguien que le diga que con tanta mentira está cavando su propia tumba política? La historia del recuento de votos solicitada legalmente por Capriles es un caso ejemplar, uno que si no fuera tan candente podría ser utilizado como paradigmático en un seminario de politología.
La verdad, muchos creíamos que los resultados emitidos por la señora chavista Tibisay Lucena del CNE eran los correctos; quizás un par de números más o menos, pero en general correctos. Con mayor razón creímos eso, cuando en la noche del 14 de Abril, Maduro se manifestó públicamente dispuesto a que se llevara a cabo el legal recuento.
Pero cuando al día siguiente Maduro, rompiendo sus palabras, criminalizó a quienes solicitaban el recuento, olvidando que el propio presidente fenecido había tronado el año 2006 exigiendo un recuento de votos a favor de López Obrador en México (quien perdió por una diferencia de votos mayor a la que «perdió» Capriles) entonces, incluso quienes no creíamos en el fraude comenzamos a pensar que sí, que efectivamente hubo fraude y, por lo mismo, Maduro será un presidente ilegítimo. «El ilegítimo» le dicen ya en Venezuela
Mas aún; Maduro, con sus mentiras ha terminado por convencer a todo el mundo que ganó gracias a un fraude. ¿Qué es lo que se encuentra oculto en esas cajas repletas de votos? ¿Por qué no se atreve a revelarlo? ¿Qué es lo que se lo impide? ¿No quedarían todos contentos, sobre todo Maduro, si la verdad asomara en cifras aceptadas por todos?
Ahora bien, si Maduro no se atreve a permitir el recuento constitucionalmente garantizado de los votos, deberá recurrir no a la fuerza de la política sino a la política de la fuerza. No tiene otra alternativa. Solo así la legalidad gubernamental de Maduro será reconocida. Pero lo será del mismo modo como los cubanos están obligados a aceptar la legalidad de los Castro; o como los chilenos cuando fuimos obligados a reconocer la legalidad de Pinochet, para poder, de ese modo, destituirlo.