Antes de que frente a los sucesos de Egipto, Túnez y Siria, segregacionistas de todas las latitudes continúen proclamando la incapacidad de las naciones árabes para acceder a la democracia, antes de que los culturalistas depongan sus mieles hablándonos de «pueblos que llevan la esclavitud en el alma», antes de que reaccionarios de derecha e izquierda vean confirmada su tesis de «las dictaduras buenas», sería conveniente que toda esa manga de plumarios estudiara la historia de los países desde donde opinan. Entonces se darían cuenta de que lo que ocurre en la región islámica, después de los levantamientos populares del 2011, no es la excepción. Es la regla. No ha habido ninguna revolución moderna que no haya sido seguida por el momento de la restauración.
Escribo restauración, no contrarrevolución. Restauración realizada por fuerzas contrarias, o por los mismos sujetos de los levantamientos.
Un Napoleón que restaura la monarquía en nombre de la libertad, un Stalin que restaura el zarismo en nombre del socialismo, un PRI que restauró en México la dictadura de un partido en nombre de la revolución, un Castro que sustituyó una dictadura militar por otra mucho más cruel, y hasta el insignificante Ortega y su gobierno familiar neo-somocista, son hechos que parecen confirmar esa regla universal.
Tampoco las revoluciones democráticas de Europa del Este llevaron al poder a sus iniciadores. Quizás solo en Checoeslovaquia, gracias a la figura integradora de Havel, o por un momento en Polonia, bajo Solidarnosc de Walesa, en los demás países llegaron al poder regímenes pseudo-democráticos, mafias en formato electoralista, y hasta una autocracia neofranquista como la de Urban en Hungría. ¿Para eso lucharon disidentes y demócratas? Por supuesto que no. Ellos corrieron el destino de todos los revolucionarios cuando son desplazados, a veces por ellos mismos.
La propia revolución cupular de Gorbachov ha sido desplazada por el autocratismo de Putin, empeñado en restaurar la estructura geográfica del imperio soviético, arrastrando a todas las dictaduras caucásicas que lo rodean. Putin es el gran restaurador; su sueño es el mismo de Iván el Terrible y de Stalin. Su objetivo es ser Presidente de todas las Rusias. Su utopía es antidemócratica e imperial. ¿Puede extrañar entonces que bajo esas condiciones la restauración dictatorial egipcia haya aparecido en las bayonetas de la soldadesca de Mubarak, comandadas por el general al-Sisi, versión arábiga del chileno Pinochet?
No los “indignados” que hicieron estallar las revoluciones de 2011, sino las fuerzas mas retrógradas han hecho su puesta en escena en el Oriente Medio. La contradicción fundamental también ha sido desplazada. Ayer fue la de pueblo contra dictadura. Hoy es la de fundamentalistas religiosos contra militares golpistas, estos últimos aplaudidos por sectores de la prensa occidental. Sí, la misma prensa que estableció desde un comienzo que la lucha principal era entre laicismo democrático y fanatismo islamista. Todavía no se dan cuenta de que no todos los laicistas son democráticos ni todos los musulmanes son terroristas. En lugar de concentrarse en el potencial democrático que anida en ambos sectores, se han dejado inducir por los prejuicios anti-religiosos que ensucian a la cultura occidental de nuestro tiempo. ¿Comenzarán pronto a apoyar a Asad en Siria? Después de todo ¿no es el gobernante más laicista de la región?
Quizás esa fue la reflexión que llevó a John Kerry a afirmar que los golpistas egipcios defienden a la democracia. Con esa opinión Kerry ha regredido a la «Realpolitik» de la Guerra Fría.
Seguramente hay en la política norteamericana sectores que se hacen las siguientes preguntas. ¿Qué sentido tiene apoyar a la oposición egipcia si ella está dominada por los hermanos musulmanes, enemigos naturales nuestros? ¿Valdrá la pena apoyar a los rebeldes sirios cuando sabemos que entre ellos hay fundamentalistas fanáticos? ¿No sería mejor competir con Rusia y ganar a Asad hacia nuestro lado, como ayer estuvieron el Shah de Persia, Hussein, Mubarak, Gadafi y otras preciosuras? Kissinger respondería afirmativamente, no cabe duda. El problema es que las condiciones históricas no son las mismas de los tiempos kissingerianos. EE UU no está obligado a intervenir en cualquier conflicto nacional. La no intervención puede ser, y en muchos casos ha sido, la mejor política.
Ya EE UU se ensució más que suficiente en el Sudeste asiático y en América Latina en una guerra no siempre fría en contra de la URSS. Esa es una de las razones por las cuales el anti-norteamericanismo es todavía ideología dominante en muchos países. ¿Por qué no aceptar que los pueblos construyan sus propias historias aunque no siempre estas tengan lugar sobre lechos de rosas? En los orígenes de toda democracia, aún en las más espléndidas, corrieron ríos de sangre. De un modo cínico podríamos hasta preguntarnos: ¿Por qué los pueblos del Medio Oriente no tienen derecho a matarse entre ellos como ya lo hicieron los occidentales?
En las condiciones actuales intervenir en un conflicto nacional solo se justifica bajo tres condiciones. La primera: en defensa propia. La segunda: si no hacerlo significara poner en peligro a la paz mundial. La tercera: acudir al llamado de sectores aliados. Ni en Egipto ni en Siria se dan esas condiciones. Razón de más para que políticos como Kerry aprendan el difícil arte de saber callar a tiempo, sobre todo cuando nadie les ha pedido su opinión.