Juan José Monsant Aristimuño / analisislibre.org
El reloj del colonial edificio de la Casa Municipal marcaba las diez horas ese ocho de enero del 2011. El día punteaba soleado con una agradable temperatura que bordeaba los veinte grados centígrados, en el pequeño pueblo denominado Casas Adobe que le otorga, al menos por su nombre, un cierto aire hispano; no obstante que se encuentra ubicado a pocos kilómetros de la mítica ciudad de Tucson, en el estado de Arizona de los Estados Unidos de Norteamérica.
No se paseaba por su calle central Gary Copper con su estrella de Marshall y su Colt Peacemaker colgada de la cintura; tampoco Clint Eastwood con su delgado tabaco a medio consumir, apretado entre sus dientes con gesto de desagrado; esperando el momento para desenfundar debajo de su gastada ruana, mientras el cantinero y el enterrador observaban la escena, y un adolescente miraba expectante entre las piernas de su padre el desenlace del duelo que inevitablemente se iba a producir.
No, quien salía del mercado local de aquel pueblo del viejo oeste a las diez de la mañana, acompañada por un grupo de personas era Gabrielle Giffords, elegida diputada del Partido Demócrata por el Distrito 8 del estado de Arizona ante Congreso de los Estados Unidos. De repente solo fue la oscuridad, gritos, desorden, carreras, sangre en el suelo, en la ropa, en la manos y en la cabeza. Allí quedaron tendidos seis seres humanos, entre ellos una niña de 9 años y un juez federal que nunca llegaron a saber que pasó. Otros gemían heridos o ya inconsciente. Uno de los caídos fue la representante demócrata Gabrielle Giffords, quien yacía en el suelo con el rostro ensangrentado, y su cabello formando una masa unida con la sangre que brotaba de su cráneo perforado por un proyectil. Corrió hacia ella el joven Daniel Hernández, la elevó a su regazo, prensó la herida para detener la sangre y gritó por ayuda. El sonido de los disparos ya no se oyó, y algunas balas se encontraban atrapadas en las carnes y huesos de las víctimas, una de ellas en la cabeza de Gabrielle.
Semanas antes, recorriendo el país en un autopullman ejecutivo, la antigua candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos por el Partido Republicano acompañando a John McCain, la exgobernadora de Alaska Sarah Palin hacía propaganda a favor del Tea Party, la tendencia extremista republicana, de la cual ella era su más emblemática representante. Dura, de verbo fácil aunque incongruente, venía haciendo circular un mapa con el rostro de los representantes demócratas de todos los estados de la Unión, señalados en el centro de un blanco de la mira de un arma de fuego. Una de esas dianas centraba directamente en el Distrito 8.
Cuatro años después, el pasado lunes 9 de marzo, leía una nota de prensa y no lograba entenderla, algo me hacía rechazar la información; pero luego me llegó la filmación por You Tube, y tuve que verla tres veces, hasta que sentí que se aguaban mis ojos, al ver y oír la orden que daba por el canal oficial Venezolana de Televisión (VTV) a los colectivos armados, soldados, policías nacionales y fanáticos comunistas, el embajador de Venezuela ante la OEA: “Disparen a matar”, graficando como penetra y sale un proyectil del cráneo de un opositor.
Lo decía, y describía como hacerlo en el mismo estudio donde alguna vez lo entrevistó el poeta Joaquín Martasosa, en tiempos de Rafael Caldera. Y solo me restó preguntarme sobre ¿Qué le habían hecho a este hombre que lo llegaron a transformar en lo que se ha convertido?