Un café en Buenos Aires
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Ya estabas aquí, antes de entrar
Y cuando salgas no sabrás que te quedas
Jorge Luis Borges ( De “Historia de la Noche”, 1977)
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Gustavo Coronel. / Tysons Cornel, Virginia
Análisis Libre
Durante muchos años concurrí con la idea que siempre ha abundado en Venezuela sobre lo insufribles que eran los argentinos, idea que era, por cierto, muy similar a la que existía en Argentina (quizás ahora con más intensidad) sobre lo insufribles que son los venezolanos. Los chistes sobre los argentinos abundaban tanto como los chistes sobre los habitantes de Galicia, los excelentes gallegos.
Decíamos en Venezuela sobre los pibes: son engreídos, son prepotentes y narcisistas. Creen saberlo todo sobre todo. Todavía me sonrío con el viejo chiste sobre el problema de Argentina en tener un buen ministro de economía, ya que todos los buenos candidatos andan manejando taxis.
Cuando debí emigrar a USA en la década de los 80, botado por los políticos por denunciar irregularidades en PDVSA, entré a trabajar para el Banco Interamericano de Desarrollo, en Washington DC. Este banco financiaba proyectos de todo tipo en América Latina y me envió a Argentina a evaluar un proyecto de gas natural. Esa fue mi segunda visita a Argentina, ya que había ido con mi esposa una primera vez a visitar a nuestra familia argentina de mí cuñado Fabio, quien había ido a estudiar medicina allá, se había casado con una bella porteña y se había quedado a vivir allá. En esta segunda visita tuve tiempo para que Fabio me llevara a oír tangos a uno de los varios sitios nocturnos de la Argentina de la época. Después de esa visita regresé a Argentina cuatro o cinco veces y, cada vez que iba, profundizaba en mi conocimiento del país. Viajé a la provincia, a los viñedos de Mendoza, a los límites con Paraguay y Bolivia, caminé como buen geólogo la ciudad de Buenos Aires y fui conociendo un país y una gente que me causó una profunda y amable impresión.
El vehículo primordial para comenzar a saborear a la Argentina fue mi cuñado Fabio. Este maracucho típico se sembró en Buenos Aires, donde se casó, fundó una bella familia y murió a los 88 años, después de toda una vida de médico dedicado a la gente de su barrio, al norte de la capital. Cuando comencé a salir con él a conocer Buenos Aires me percaté que Fabio era muy querido. Cuando llegábamos a los boliches, esos pequeños restaurantes locales sin pretensiones pero con comida riquísima, Fabio era recibido con abrazos. Me di cuenta que la cordialidad local porteña, al sumarse a la cordialidad importada del maracucho que era Fabio, sumaba una sensación de total fraternidad.
En esas primeras visitas y en otras que hicimos después con mi esposa pude conocer a los amigos y familia de Fabio. Sus suegros eran de origen español, ella una gran dama y él un gran caballero, puntillosos, generosos, impecables. Uno de sus amigos íntimos, a quien llamaban Porotín, se convirtió en uno de mis personajes favoritos. Nunca había visto una persona tan dulce, desprendida y cordial como aquél Porotín de quien no recuerdo el verdadero nombre. Lo invité a visitarnos en USA pero nunca accedió por tenerle pavor a los aviones, lo mismo que le pasaba al Carrao Bracho y a Luis Aparicio el Grande. Hasta en eso se parecía aquél porteño a los maracuchos.
La Buenos Aires de los 80 era extraordinaria: teatro, restaurantes, cafés, tiendas, casas de antigüedades, librerías, bellos parques, fútbol y tango por doquier. MI primer contacto con el tango se llevó a cabo en un sitio en el cual el bandoneón era tocado por un japonés. Y esa noche (no sé si ello era una triquiñuela para despertar nuestras emociones) los padres del músico habían llegado desde Japón a oírlo tocar. Lo cierto es que esa noche tuve la revelación del tango, en su profunda melancolía, música que representa una filosofía trágica de la vida y la cua, una vez que nos atrapa, no podemos jamás olvidar. Desde esa noche no he podido volver a escuchar – y mira que lo he escuchado muchas veces – “Por Una Cabeza”, sin sentirme conmovido. Lo he visto y oído después muchas veces, bellamente ejecutado en las películas de Hollywood, en TRUE LIES con Schwarzenegger y en SCENT OF A WOMAN con Al Paccino y nunca me ha dejado de producir una profunda nostalgia, ya que me transporta a la Buenos Aires que conocí en los 80, de la mano de mi querido cuñado Fabio.
Poder penetrar en la epidermis argentina, más allá del teatro, de la buena carne, del espectáculo y las grandes avenidas fue lo que me hizo definitivamente “argentinofilo”. La música de Piazzolla, por ejemplo Oblivión, me llegaba profundamente. Fui penetrando en la endodermis porteña, la de las profundas rivalidades deportivas, de las estupendas librerías donde conocí la obra de Jorge Luis Borges, con cuya vida me familiaricé y quien había caminado las mismas calles que yo ahora caminaba. Ahora soy un devoto de Borges y – todos los días en época de coronavirus – repito sus versos al salir de la cama: Señor/Dame coraje y alegría/ para subir la cumbre de este día.
Borges y sus esfuerzos en prosa y en verso por levantar el misterio de nuestra presencia en el Cosmos han sido para mí un indispensable acompañante en esta etapa de mi vida. Pero no solo es Borges el único argentino que he llegado a admirar. En la música, Daniel Barenboim, Martha Argerich, Astor Piazzolla. En el terreno del buen humor, Les Luthiers. En el balompié, Messi. En medicina, Daniel Favaloro. (Monzón y Francisco, no es con ustedes).
Este re-encuentro que tuve con Argentina, gracias a Fabio, me hizo recordar que ya en mi niñez en Los Teques leía cuentos que venían en publicaciones argentinas, lleno de expresiones que nunca había oído antes: piolines, cabecitas negras, irse al tacho.
Mi cuñado Fabio y la hermosa familia que formó junto a su bella Chiche me abrieron la puerta a una Argentina que llegué a amar. La última vez que estuve con ellos me dieron una cena en Puerto Madero donde estaban todos, los viejos, los adultos, los adolescentes y los niños. Fue una cena de cuatro horas, para mi inolvidable, debe haber costado una fortuna.
Ya Fabio y Chiche han fallecido, también Porotín. Pero no puedo recordar a esa Argentina que conocí gracias a ellos sin que me invada una profunda y dulce nostalgia, la nostalgia del tango, de las maravillosas ensaladas y las carnes en los restaurantes (casi tan buenas como las de El Campanero, en las Mercedes, Caracas), del buen teatro, de las avenidas a la europea, del generoso vino rojo, de un país amplio y lleno de bellezas, de gente cordial y fraterna.
Afortunadamente allá en Buenos Aires nos quedan nuestros sobrinos y sus familias, las cuales conservan muchos de los rasgos fisonómicos y de cordialidad y afecto de sus padres. Es cierto que ya probablemente no regresaremos a la querida ciudad ni podremos ver de nuevo a nuestros viejos amigos bonaerenses pero nos quedan de aquella Buenos Aires los recuerdos más amables y más diversos: el olor de la cera de los viejos pisos recién pulidos, la elegancia decimonónica de los cafés, las sonrisas de Porotín y la dulce cordialidad y alegría de nuestros hermanos con quienes tanto disfrutamos de la vida.
Don Gustavo hermosa narrativa de una gran experiencia vivida en Argentina, donde combina lo familiar con el grandioso y querido Borges, el tango y su bandoneón, Messi y su gente.
Leerlo es un placer