Yoston Ferrigni Varela *
Desde Miraflores, el presidente Maduro ha propuesto un acuerdo para reconocer los resultados electorales de diciembre. En el acuerdo, los firmantes aceptan al Consejo Nacional Electoral como único árbitro en las elecciones; declaran recibir las garantías y derechos para el desarrollo pleno del proceso electoral; se obligan a respetar sin condiciones los resultados anunciados por el CNE; reconocen a los tribunales de Venezuela como única vía legal para dirimir conflictos y renuncian a las vías de hecho y a los actos de violencia como vía de protesta.
Los partidos de oposición se han negado a firmar el acuerdo propuesto, si el gobierno no cumple algunas condiciones, entre las que se encuentra la aceptación de observadores internacionales, pero la presidenta del CNE ha manifestado que no se permitirá la observación internacional, porque las elecciones venezolanas no le incumben a ninguna entidad internacional.
No tengo dudas sobre la necesidad de un diálogo para acordar reglas básicas de convivencia política que impidan la violencia y el caos. Pero conversar con la esperanza de abrirle caminos a la paz, requiere la autenticidad del diálogo. Antes que todo, supone la buena fe de las partes; que el llamado al diálogo corresponde a un interés genuino por la paz y no a una treta para obtener ventajas políticas; supone que quienes dialogan exponen libremente sus puntos de interés, sus problemas y sus aspiraciones, que los acuerdos expresan la voluntad de las partes y que existe la intención de cumplir lo acordado.
Pero ¿cómo dialogar con un gobierno que maneja mañosamente los hechos, sin asomo de rubor y que miente sin pestañar? ¿Cómo dialogar con alguien que viendo las enormes colas en los supermercados, dice que no hay desabastecimiento sino crecimiento del consumo y que frente a la ausencia de papel higiénico en las tiendas, responde que no tenemos papel higiénico pero tenemos patria? ¿Qué podemos hacer nosotros, los que jamás usaríamos la patria para esos fines?
La negativa a firmar el acuerdo, puede parecer inconcebible a los ojos de un observador imparcial extranjero, no familiarizado con la situación política venezolana. ¿Cómo entender que alguien se niegue a reconocer las instituciones de la nación y a respetar sus anuncios y dictámenes? Pero las bases de la sorpresa son menos sólidas que lo que a simple vista parece: el observador da por descontada la vigencia del estado de derecho, la imparcialidad del CNE y la actuación incuestionable del sistema judicial. Para los venezolanos, en cambio, esos supuestos no pueden darse por descontados.
Para el ciudadano que apareció en la lista de Tascón y luego perdió su empleo por haber firmado en contra del comandante difunto, en un referendum constitucional; para los 900.000 electores de las filas gubernamentales que votaron en contra de Maduro y que, en mayo de 2013, fueron señalados en tono amenazante por el propio presidente, con la advertencia de que los tenían plenamente identificados; para quienes hemos visto cómo las bandas armadas progubernamentales amedrentan a los electores, sin que se abra averiguación ni se aplique sanción, las promesas y juramentos del CNE como garante del voto libre y secreto que establece la ley, no pueden inspirar confianza.
Para los 1.232.152 electores que fueron trasladados arbitrariamente de sus circuitos electorales, para favorecer al partido del gobierno, y les corresponderá votar en parroquias, municipios o estados donde no son residentes; para quienes hemos visto cómo, después de cerrado el Registro Electoral, se realizan cambios a petición de los seguidores del gobierno, y cómo se usan los recursos públicos para promover las candidaturas gubernamentales, las promesas de imparcialidad del CNE no tienen credibilidad alguna.
La negativa de la oposición a firmar el acuerdo, ha servido para que el gobierno la acuse de no querer la paz, de tener un plan secreto para desconocer los resultados electorales y de estar preparando un golpe de estado, y el partido gubernamental ha decidido recolectar firmas en apoyo de lo que ha llamado un acuerdo por la paz, el cual, en realidad, sólo significa que el gobierno se compromete a aplaudir sus propias actuaciones durante el proceso electoral, a aceptar y respetar todo lo que él mismo anuncie como resultado electoral y a proclamar que, en caso de discrepancias, los tribunales se encargarían de decidir imparcialmente, de acuerdo con las órdenes emitidas desde Miraflores.
Las dudas son inevitables, para quienes no entendemos porqué, un gobierno que ha diseñado el sistema electoral a su antojo; que acompaña a los electores para asegurar que voten correctamente; que almacena, vigila y trasporta las actas de votación; que dispone de unas fuerzas armadas que han jurado defender a todo costo la revolución bolivariana y que cuenta, además, con tribunales tan amistosos, exige que la oposición firme, ¡sin condición alguna! un acuerdo, redactado en los rincones de Miraflores. ¿No es una petición exagerada? ¿Se requiere de mucha suspicacia para pensar que hay algo podrido en Dinamarca?
Pero hay algo más todavía; algo más de fondo, que tiene que ver con el núcleo básico de la concepción revolucionaria socialista, con su lógica política y con la ética de comportamiento de sus militantes.
El fin de la revolución es la destrucción del estado capitalista, mediante la dictadura del proletariado. La sociedad socialista debe levantarse sobre los escombros de la democracia burguesa, sobre las ruinas de la IV República. La legislación capitalista y la democracia, son máscaras diabólicas usadas por el Estado burgués para oprimir al pueblo y deben ser las primeras paredes derrumbadas.
De esa concepción doctrinaria se deriva un principio, que ordena utilizar la dictadura del proletariado, la violencia organizada del pueblo, para imponer el estado proletario y para aplastar cualquier intento por revivir la sociedad capitalista, sin importar los extremos a los cuales sea necesario llegar. Por eso, revolución socialista y democracia son términos antitéticos, revolución y derechos humanos no se avienen, y la cacareada democracia revolucionaria, no es más que una estratagema política.
Se deriva también, una ética política, que obliga a los revolucionarios a actuar con una racionalidad vertical e inflexible; el verdadero revolucionario actúa sin titubeos burgueses, cuando se trata de enfrentar al enemigo. Mientras en el sistema democrático la legitimidad de la acción política se funda en la ley, en la revolución socialista, toda acción en pro de la revolución es legítima.
Por eso, cuando en Los Justos (la célebre obra de teatro de Albert Camus), Iván Kaliayev confesó que no había podido lanzar la bomba contra el gran duque, porque en su carruaje iban d0s niños, cuyas miradas graves y tristes, le habían hecho temblar las piernas, Stepan, un revolucionario cabal, exclamó que nada de lo que pudiera servir a la causa estaba prohibido. ¡No había límites! Por no haber matado a dos, miles de niños rusos seguirían muriendo de hambre durante años.
Es esta una lección que los revolucionarios que conservan algún aprecio por la libertad y los derechos del hombre, deben tener presente. Detrás de la lucha revolucionaria contra el despotismo capitalista y de la obediencia revolucionaria, puede esconderse una nueva tiranía, que haría de ellos nuevos déspotas, cuando, en realidad, tratan de convertirse en justicieros.
Un triunfo holgado de la oposición, podría conducir al rescate de las funciones de la Asamblea Nacional como cuerpo deliberante y como órgano legislativo, y podría poner fin al poder cuasi monárquico, alcanzado por el difunto comandante y el Presidente Maduro, mediante las leyes habilitantes. Ello terminaría con el uso de la Asamblea Nacional como simple instrumento de validación de la voluntad presidencial.
Pero con los principios doctrinarios expuestos, los resultados electorales parecen poco para detener a los líderes revolucionarios. Por eso Rafael Ramírez, el angelito de PDVSA, decía en 2006, que si Hugo Chávez perdía las elecciones ese año, él empuñaría un rifle y se iría a alguna montaña para liquidar a los enemigos de la revolución. Por eso, ahora el señor Maduro ha dado la orden de ganar las elecciones como sea y recomienda a los opositores rogar a sus santos, para que el oficialismo gane, pues de lo contrario se produciría un caos; por eso ha advertido, que en caso de que la oposición lograra la mayoría en la AN, no entregaría la revolución y podría gobernar con una unión cívico – militar.
En estas circunstancias, ¿es sensato firmar un acuerdo electoral? ¿Puede alguien confiar en los juramentos de respeto electoral hechos por el señor Maduro?
Pero con esas dudas a cuestas y frente a la campaña del miedo desatada por el gobierno, los venezolanos que apreciamos la libertad como un derecho fundamental del ser humano, tenemos la obligación moral de votar masivamente el próximo 6 de diciembre y la necesidad política de obtener una victoria contundente, que nos permita la mayoría en la Asamblea Nacional. ¡Votar para abrir camino a la democracia frente al despotismo dominante!
- Analista. Profesor e investigador jubilado de la Facultad de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela