Ricardo Escalante, Texas
Por pura casualidad me reencontré con un amigo con quien hace 25 años tomaba ocasionalmente un par de cervezas en un pub de Londres donde el virtuoso de la trompeta Humphrey Littlelton y su banda solían tocar jazz y blues. Esta vez tomamos capuchino en uno de esos Starbucks de Houston y volvimos a hablar sobre política.
Con sus flemáticos puntos de vista laboristas, el amigo comenzó por criticar al primer ministro británico David Cameron por la pérdida de oportunidades frente al lúgubre panorama económico europeo. Le recordé que a pesar de esos errores la tasa de desempleo británica no es tan dramática como la española, y que algunos sectores industriales mantienen sus aires de excelencia. “Si, si. Tienes razón, pero”… Después habló de la vanguardia musical de algunos grupos y también mencionó artistas plásticos, lo que parecía darle la razón a mis planteamientos aunque, por supuesto, el conocedor del asunto era él.
Cuando la conversación había avanzado, el personaje cambió el tercio para entrar en lo que se suponía era de mi incumbencia. Le hablé de abusos de poder, inseguridad personal y jurídica, aguas contaminadas, secuestros express, falta de leche e invasiones a haciendas, edificios y hoteles, de desempleo y cifras maquilladas sobre crecimiento económico. Me preguntó por los hospitales y por los magníficos planes de cooperación internacional asociados a ideas revolucionarias.
Pero cada vez que mi relato entraba en calor era interrumpido por el flemático amigo con advertencias sobre las nefastas influencias del capitalismo maléfico que, desde avanzados laboratorios de la CIA y de Scotland Yard, ahora hasta teledirige enfermedades malignas y paraliza los efectos maravillosos de ciertos tratamientos médicos. Y exactamente como lo había hecho hacía un rato al hablar sobre el conservador Cameron, con un rápido giro de lenguaje confesó haber tenido versiones diplomáticas sobre enormes barcos repletos de radios, televisores, licuadoras, computadoras y otros adminículos chinos, destinados a facilitar resultados electorales revolucionarios.
Era increíble. Su perorata bien razonada me ponía a dudar. Como arma contundente, este británico con aureola de autosuficiencia sacaba a relucir el argumento de los cargamentos gratuitos de combustible para ayudar a los pobres de Londres a sobrellevar las dificultades de crudos inviernos, en la época en que un alcalde a quien llamaban “Red Ken” acogía los principios revolucionarios bolivarianos. El “Red” Ken Livingston, que no era ni militar ni golpista, se las ingeniaba para que el rostro de “Hugo I” fuera pintado en los autobuses rojos rojitos de dos pisos. “¡Qué tiempos aquellos!”, suspiró mi irónico amigo.
Ya para despedirse el británico levantó un índice, me apuntó y disparó: “Tu país no existe. Tienes que ser pragmático: arrímate al chavismo y píde un cargo diplomático para que vivas feliz en Londres, aunque el exquisito Humphrey Littelton ya no existe”…