por Fernando Mires
El Estado no es el gobierno pero nadie podría negar que el Estado es configurado a través de los diversos gobiernos que se suceden en el historial de una nación. El ejemplo de Chile post-dictatorial así lo demuestra. Porque en Chile, primero a través de la Concertación, segundo, del interregno democrático de la derecha con Piñera, y tercero, desde el panorama que abre el abrumador triunfo de la Nueva Mayoría de Bachelet, no asistimos a una suerte de anárquica sucesión de diferentes gobiernos, sino a un casi perfecto proceso evolutivo.
Una evolución que marca el carácter y sentido del Estado nacional post-dictadura. Una evolución que proviene desde el mismo Estado dictatorial, hasta llegar a la conformación de un Estado política y económicamente liberal para culminar en la actual fase en la cual podrían ser erigidos los fundamentos de un auténtico Estado Social. Fundamentos no iguales al de los Estados sociales europeos, pero en algunos puntos, no tan diferentes.
Para entender el enunciado expuesto, será necesario establecer algunas precisiones
La evolución del Estado post-dictatorial chileno no ha seguido, como ninguna evolución, una línea recta, sino zigzagueante. Eso quiere decir que las formas que predominan en una fase ya se encontraban anunciadas en la fase anterior.
En efecto, la dictadura militar solo por ser dictadura constituía un modo de dominación antipolítico y antisocial. Pero en el nivel de la economía era ultraliberal. En cierto modo la dictadura, para emplear la expresión marxista, liberó a las ataduras que maniataban el desarrollo de las fuerzas productivas, pero al precio de destruir la estructura social y política de la nación. O dicho de esta manera: El llamado desarrollo económico, el que en Chile llaman «el modelo», fue posible gracias al extremo subdesarrollo de las estructuras políticas y sociales. Hecho tan conocido sobre el cual no vale la pena insistir aquí.
El gran mérito, también el gran ajuste que Chile debe a los gobiernos concertacionistas, fue que estos, manteniendo la infraestructura económica construida durante el pinochetismo, llevaron a cabo, y con éxito, la tarea de liberalizar las relaciones políticas que la dictadura mantenía secuestradas. Así se dio una relación si no armónica, por lo menos más equivalente entre una economía ultraliberal y un estado políticamente liberal, al precio, claro está, del mantenimiento del subdesarrollo social de la nación.
Los ex-concertacionistas podrán argüir que sus gobiernos pusieron en práctica diferentes programas sociales. Probablemente es cierto. Pero también es cierto que el llamado crecimiento económico de Chile se dio más en las cifras que en la realidad. El hecho de que el 1% de la población concentre el 30% del ingreso nacional per cápita es ya un escándalo mundial. Pero ese es también, en parte, un legado de Bachelet Primera a Bachelet Segunda. A la última le ha sido ahora encomendada la misión de dirigir la transformación del Estado económico liberal en un Estado Social.
En cierto modo se trata de una transición muy parecida a la que tuvo lugar en la Europa de post-guerra gracias al concurso de los partidos socialistas. Precisamente ese ejemplo arroja luces que pueden servir para entender la disyuntiva que enfrentará el gobierno de la Nueva Mayoría.
El Estado Social, vale decir, la construcción de una economía social de mercado, fue posible en Europa gracias a que los partidos socialistas subscribieron los principios liberales de la democracia moderna. En otras palabras, el Estado Social europeo fue construido no como negación del liberalismo político sino sobre la base de su existencia. En ese punto hay acuerdo unánime entre los politólogos europeos: el liberalismo político, no el socialismo político, ha sido la condición de desarrollo del Estado Social.
A la inversa, un liberalismo político que reposa sobre las bases de un ultraliberalismo económico -como fue el caso de los gobiernos democráticos que anteceden a Nueva Mayoría en Chile- tiende a generar fuerzas centrífugas y por lo mismo a crear un clima de disconformidad que tarde o temprano se manifestará en contra del propio Estado liberal. Dicho en clave de fórmula: no hay una mejor condición para el mantenimiento de un Estado político liberal que una economía social de mercado. A la inversa, no hay mejor condición de desarrollo para una economía social de mercado que un Estado político liberal. O de modo más taxativo: no hay economía social de mercado sin la protección de un Estado político liberal.
Podemos entonces deducir la paradoja de que el Estado político liberal, para seguir siendo liberal, debe intervenir en la economía, aunque a los liberales económicos les duela el alma y el corazón. Razón de más para afirmar una tesis teórica que ya comienza a abrirse paso: El liberalismo político y el liberalismo económico no son dos caras de una misma moneda. Son dos monedas diferentes.
Una puntual intervención económica del Estado practicada en todas las sociedades modernas no niega el libre juego económico, solo impone determinadas condiciones. Ralf Dahrendorf, uno de los más dilectos representantes de la filosofía política liberal, hablaba en ese contexto de «un cordón sanitario» a ser tendido sobre sectores que no pueden quedar al libre arbitrio del mercado. A esos sectores pertenecen entre otros la educación y la salud. Y bien, son justamente los mismos que habían sido abandonados por las democracias post-dictatoriales chilenas. Tarea ineludible de la segunda Bachelet será, no cabe duda, introducir esos sectores al interior de los espacios protegidos por el «cordón sanitario» al que alude Dahrendorf. Acción que a la vez no puede ser posible sin una reforma tributaria, una de las grandes promesas electorales de Bachelet. Para allá o para acá, el hecho es que Estado deberá intervenir. Ahí reside el problema.
El problema es que el tránsito que lleva de una economía ultraliberal a una economía social no está exenta de peligros. La propia naturaleza de los cambios que se deducen de la intervención del Estado puede llevar -como ha ocurrido en otros países latinoamericanos- a un estatismo parasitario y, en determinados puntos, antidemocrático. El peligro es tanto o más grande si tomamos en cuenta que al interior de Nueva Mayoría hay grupos cuya adhesión a la democracia es más instrumental que conviccional. No solo me refiero a los comunistas, eternos amantes de tantas dictaduras. Me refiero, además, a los admiradores de autocracias militaristas enquistados al interior del Partido Socialista. Y no por ultimo, a algunos ex- estudiantes radicalizados que hoy hacen su legítima entrada en la política oficial levantando las consignas de la llamada «izquierda rabiosa» del pasado siglo.
Afortunadamente existe en Nueva Mayoría una franja interna muy consciente de que nunca habría llegado al gobierno si no hubiera estado guarecida detrás de la figura de Michelle Bachelet. A la vez Bachelet debe saber que su gran fuerza proviene de su conexión con el centro político (centro-izquierda, centro-centro y centro-derecha) es decir, que ella está muy lejos de ser una versión chilena y femenina de lo que fue Hugo Chávez en Venezuela, por ejemplo. Chile puede ser bacheletista, pero no ha sido, no es, y probablemente nunca será, un país de la «izquierda revolucionaria».
Pero la encrucijada existe: Hay, hacia un lado, una amplia vía que conduce al Estado Social. Hay, hacia otro lado, una vía, por el momento más angosta, que conduce al Estado Populista. Entendiendo por Estado Populista lo mismo que entendió hace tiempo el brasileño Francisco Weffort, a saber, un Estado asistencialista, clientelista, dispensador, demagógico, y no por último, autoritario y corrupto, es decir, no una forma de Estado Social sino algo totalmente distinto.
Si durante el segundo gobierno de Bachelet son puestos por lo menos algunos cimientos que lleven a la construcción del Estado Social, ella habrá cumplido con su pueblo. Mas todavía, puede que ese cumplimiento lleve a una ruptura definitiva con el pasado dictatorial. El periodo de la post-dictadura habrá así llegado a su fin y Chile ya no será más el país traumatizado que todavía es.
El hecho de que Michelle Bachelet haya derrotado sin contemplaciones a la hija de un general juntista puede ser más simbólico de lo que se piensa. Tan simbólico como será el dictado de una Nueva Constitución. En fin, ya veremos.
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