Juan José Monsant Aristimuño.
Releyendo la autobiografía de Duarte (J.P. Putman’s Sons. 1986), me topo con el pasaje del asesinato de las cuatro monjas estadounidenses de la congregación Adoratrices de María ocurrido el 2 de diciembre de 1980, apenas llegadas al aeropuerto internacional de Comalapa; dos de ellas procedentes de Managua en un vuelo de la aerolínea panameña COPA, y las otras dos que fueron a recibirlas.
Fue doloroso releer el pasaje que nos conmovió en su momento, así como el asesinato colectivo ocurrido en la UCA y el de Monseñor Romero, quizá porque uno piensa que estas investiduras religiosas están por encima de las contingencias humanas.
De esas turbias historias, fruto de la ignorancia, porque la intolerancia es una manifestación de ignorancia, y de la codicia del poder, que también es una forma de ser ignorante, va evolucionando la civilización hasta llegar al punto Omega del que nos hablaba el paleontólogo y teólogo Pierre Teilhard de Chardin, también sacerdote jesuita como el Papa Francisco.
Para el caso que nos ocupa, nos llamó la atención la narración de Napoleón Duarte sobre la investigación y reconstrucción del crimen, hasta llegar a los autores materiales del delito. Específicamente cuando se reunió con los familiares de las monjas, y luego con Richard Allen y Jeane Kirkpatrick. Tanto en el encuentro con los familiares como con los asesores republicanos, a Duarte le fue muy difícil hacer entender a sus interlocutores que con la tradición militarista, y un sistema judicial al servicio del gobernante de turno, no necesariamente los autores materiales del crimen habían recibido órdenes superiores, dada la ausencia de unidad de mando, y la anarquía institucional, a lo que se sumaba la presencia de diferentes grupos armados, tráfico de armas desde Nicaragua y la injerencia cubana en el conflicto interno.
No le creían porque pensaban y analizaban los hechos desde su propia perspectiva y realidad; no podían entender que esos Guardias Nacionales que posteriormente fueron sentenciados, hubieren actuado por su cuenta, arropados en la seguridad de la impunidad.
Es curioso como los hechos se repiten en el tiempo, el escenario que produce los hechos. Mandos militares por encima de la ley, amparados en la seguridad del estado, la solidaridad gremial y el goce de privilegios garantizados por el uniforme y las armas. No escapan los civiles de esa distorsión social presente en los regímenes autoritarios o totalitarios, pero siempre cómplices en el sacrificio de la democracia y los derechos humanos.
En la Venezuela de hoy, sucede lo mismo que en El Salvador en la década de los ochenta y anteriores. Chávez instauró primero, un gobierno autocrático sostenido en un partido llamado Fuerza Armada Nacional, cuya oficialidad pasó a ocupar cargos en la administración pública y empresas del estado.
Ministros, gerentes generales, directores de radio y televisión, presidentes de institutos autónomos, alcaldes, gobernadores, mercaderes, embajadores, banqueros fueron sustituyendo al personal civil profesional en el sector público y en el privado que fuere confiscado. Mas tarde se declaró socialista, revolucionario. Nacieron las misiones, la comuna, el poder popular, las alianzas con grupos radicales del Medio Oriente, la ETA, Farc y cuanto movimiento antidemocrático se apareciere. Hasta se llegó a quemar la bandera de los EE.UU, cuando Al Queda hizo volar las Torres Gemelas de Nueva York, bajo la mirada indiferente del gobernante.
Como en El Salvador de aquél entonces, los militares venezolanos, los miembros del PSUV e integrantes del gobierno se encuentran por encima de la ley. Ellos son la ley, y el Tribunal Superior de Justicia su bufete.
En sus purgas internas se van pasando facturas unos a otros. Crímenes sin criminales, impunidad total, asesinatos sin resolver, pero con muchas dudas. Uno de los más emblemáticos el del fiscal Danilo Anderson, hombre del sistema, encargado de investigar a los banqueros, que murió cuando una bomba explotó bajo su 4×4 en plena calle de Caracas, y en la investigación se dejó ver que en su apartamento se encontró una máquina de contar billetes.
Ahora, el del militar retirado Eliecer Otaiza, hombre de confianza de Hugo Chávez, alzado en armas en el 92, politólogo, miembro de la Asamblea Constituyente y ex director de los servicios de inteligencia, asesinado de cuatro balazos en extrañas circunstancias, dado que era un experto en inteligencia, armas y deportista. Maduro ya dijo que el asesinato fue planificado en Miami por sectores de la oposición, ligados a los medios de comunicación. Mientras, los cadáveres aparecen por todas partes envueltos en bolsas de basura, arrastrados por el río Guaire, tirados en una cuneta o ejecutados con tiros de gracia, y no aparecen culpables.
Lo cierto es que, como se dolía Napoleón Duarte en su momento, en Venezuela los tribunales son los bufetes del gobierno y de los diferentes grupos que actúan en él, ninguno interesado en teorías como el Estado de Derecho, democracia, libertad, transparencia o respeto a los derechos humanos.