José Ignacio Moreno León
Para nadie es un secreto que la crisis que impera en el Venezuela abarca todas las vertientes del acontecer nacional. Se trata de un drama que se refleja no solo en las graves condiciones económicas, sociales y políticas que imperan en el país, sino igualmente en la alarmante pérdida de valores y deterioro de principios éticos que han colocado a Venezuela en los niveles más aberrantes de percepción de corrupción e ineficiencia y poca transparencia en la gestión pública. Por ello, para superar esa crisis se impone la necesidad de un Acuerdo Nacional de Gobernabilidad y Desarrollo Incluyente, que va más allá de circunstancias electorales porque supone superar la cultura rentista y populista y sus secuelas de vicios que han actuado como lastres del proceso desarrollo del país y afectando sensiblemente las instituciones políticas y la ética social en general.
Es por ello que ese Acuerdo necesario e impostergable para lograr la gobernabilidad de los cambios requeridos, debe sustentarse en la adecuada valoración de la ética en las propuestas y la gestión económica y en el comportamiento de la actividad política que debe impulsar esos cambios. Lo anterior supone incorporar un sentido inclusivo y más humano al modelo de desarrollo -entendido como desarrollo humano sustentable- para salir de la crisis, lo cual implica deslastrar la economía de los vicios del economicismo y del fundamentalismo del mercado, para revalorizar al venezolano en su dignidad y como la razón de ser y objetivo primordial del programa de cambios propuesto. Supone igualmente definir estrategias, con adecuado sentido político, que combinen apropiadamente los principios de la economía de mercado con el papel del Estado como garante del bien común, del empleo y la adecuada distribución del ingreso.
Como compromiso ético fundamental y para asegurar la gobernanza del cambio, el Acuerdo debe empeñarse en erradicar el déficit de cultura democrática y de civilismo y valores éticos que han sido caldo de cultivo de la perversión populista, el militarismo y el clientelismo político que mucho tiene que ver con la crisis nacional. Por ello para garantizar el cambio se requiere construir la cultura del cambio para erradicar esos males. Y ese cambio cultural debe estar apalancado en un genuino liderazgo político y en estructuras de gobierno que descarten el presidencialismo autoritario y en un nuevo estilo de gerenciar el gobierno y de practicar la política. Lo anterior supone igualmente defender las instituciones y su funcionamiento autónomo, promover el respeto a la propiedad privada y su libre disposición, y el derecho a exigir cuentas de la gestión pública. Supone igualmente incentivar el desarrollo del capital social como expresión de los valores de la solidaridad, la asociatividad, el emprendimiento, la conciencia cívica y la cultura ciudadana, como eje central de la vida política del país, a fin de asegurar la congruencia ética en un nuevo accionar político en el que opere, de manera eficiente, la vinculación entre representantes y representados como expresión de una democracia de ciudadanos, es decir de una genuina democracia participativa. Una democracia en la que el venezolano pueda ubicarse en una perspectiva que lo comprometa activamente en la construcción de su propio destino y no como súbdito o recluta manipulado por un caudillo de turno o por una cúpula castrense.
No hay dudas que la valoración ética del Acuerdo Nacional para el cambio exige de la construcción de un consenso nacional para la profunda transformación el sistema educativo nacional para darle un sentido integral, incorporando a todos sus niveles la pedagogía de educación en valores y la enseñanza de la ciudadanía, la solidaridad, la cohesión social, la creatividad y la productividad en el trabajo. Es decir, una educación que rechace la demagógica y fraudulenta masificación educativa y los perniciosos intentos de ideologización del proceso pedagógico, para lograr una educación de excelencia que le permita a Venezuela responder con eficiencia a las demandas de la sociedad del conocimiento en la que se sustentan las nuevas realidades globales.
Todo lo anterior requiere que el Acuerdo Nacional se fundamente en una justa valoración ética en la economía y la política, descartando los tradicionales y nefastos conciliábulos políticos y formulas economicistas que mucho daño le han hecho al país. Por ello en la propuesta para el logro del bienestar colectivo se requiere entender que la ética y la política están íntimamente ligadas en la búsqueda de ese objetivo común y que, desde los tiempos de Aristóteles, la política como valor ético ha sido considerada como el arte del “bien común.” En cuanto al contenido económico de las propuestas para el cambio requerido conviene recordar la cita del Papa Benedicto XVI, cuando en su Encíclica Caridad en la Verdad, señalaba que “…la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona.” Por ello se requiere incorporar en las estrategias para el cambio la responsabilidad económica que permita combinar la política económica con las convicciones éticas para lograr la transformación económica con sentido humano, es decir con valores éticos como la inclusión, la equidad y la justicia social.
Es obvio que el liderazgo para asegurar la gobernabilidad del cambio con la valoración ética propuesta, debe conformarse con personalidades que respondan a esos principios éticos y morales y que entiendan que, por encima de intereses egoístas y conveniencias políticas mezquinas, debe estar el interés de todos los ciudadanos y los grandes objetivos del país. Y no puede haber en ese equipo lugar para los tradicionales saltimbanquis o acróbatas y trapecistas de la política, nefastos elementos que han participado tradicionalmente como agentes perniciosos para el desarrollo democrático de Venezuela.