Ilustración: Cristo ante Pilatos, de The Liesborn Altarpiece, Maestro de Cappenberg (Jan Baegert?), cerca de 1520, Galería Naciona, UK
Fernando Mires
Pilatos debía poner en forma de juicio un veredicto ya decidido. Era y es la lógica de los funcionarios de Estado. Roma era una república de derecho y el procurador un simple ejecutor, uno de esos tantos administradores que cumplían funciones con eficiencia y pulcritud. A Pilatos, en verdad, solo le interesaban las actas que iban a ser enviadas a Roma.
Habiendo perdido el primer juicio, el religioso frente al Sanedrín (consejo superior judío), Jesús no tenía posibilidades de ganar el juicio jurídico y político frente a los romanos. Por supuesto, a Pilatos no le interesaban los argumentos teológicos de los judíos. Lo que sí le interesaba era constatar si el carpintero contaba o no con el respaldo político del Sanedrín. Evidentemente, no lo tenía.
Al igual que Pilatos, el Sanedrín había procedido frente a Jesús de acuerdo al estricto cumplimiento de las normas establecidas.
El hijo de José era definitivamente un factor de desorden público. Ya había alterado la paz al expulsar a los mercaderes del atrio, gente pobre que no hacía daño a nadie. Ya había transgredido la tradición al realizar prédicas durante el Sabat. Ya había establecido relaciones amistosas con ciudadanos de un pueblo enemigo, el de los samaritanos. Ya había reído, comido y bebido junto a pobres diablos borrachos y bandidos de poca monta. Ya había ejercido de curandero sin solicitar permiso a nadie. Sin recato se hacía acompañar por una prostituta venida de Magdala. Había desconocido a sus hermanos de sangre y negado obediencia a su madre, llamándola “mujer” en público. Y por si todo eso fuera poco, a su lado caminaban algunos zelotas armados quienes acusaban a los fariseos y al Sanedrín de traidores a la causa de la independencia judía.
El templo pasaba por un momento muy difícil. El Sanedrín debía velar por su comunidad: era su tarea. Más allá de discusiones teológicas lo que importaba en ese momento a los sacerdotes era evitar que el judaísmo se disgregara en fracciones irreconciliables, como ya estaba ocurriendo. Los zelotas habían pasado a la lucha armada, asolando caminos. Al otro lado, los saduceos postulaban la obtención de la ciudadanía romana, dispuestos a negociar su condición judía. No faltaban místicos como los esenios, quienes huían de este mundo para recluirse en comunidades de fanáticos naturistas. Y en el medio de todo, un nazareno declaraba ser Mesías e hijo de Dios sin que nadie se lo pidiera.
Pero aún así, el Sanedrín habría absuelto al carpintero si no hubiera escuchado de la boca de Jesús la blasfemia; a saber, la de que él estaba dispuesto a destruir el templo para después reconstruirlo en tres días. Esas palabras deben haber sonado de modo terrible a los oídos de Caifás. El templo era para los sacerdotes el único punto en el cual los judíos de todas las tendencias convergían. Destruido el templo la propia identidad judía estaba en peligro. Por razones más políticas que religiosas, no podían, más bien no querían los sacerdotes entender el exacto sentido del templo, según Jesús.
Cuando Jesús dijo a Pilatos, “mi reino no es de este mundo”, ya había dicho lo mismo pero con otras palabras al Sanedrín. Para Jesús, efectivamente, había dos templos: el templo de piedra y el templo del corazón donde vive Dios. Cuando Jesús hablaba de la reconstrucción del templo estaba diciendo entonces que aunque el templo de piedra fuera mil veces destruido, el templo de Dios continuaría existiendo. Es decir, el templo de Jesús no estaba en un lugar determinado; estaba en y con Dios, y en la medida en que el corazón del ser abre sus puertas a Dios, seremos todos hermanos de Jesús, hijos de Dios en el mismo templo, como lo advertiría años después el apóstol Pablo al afirmar que el cuerpo de Jesús era el nuevo templo.
El templo de Dios está en el reino de Dios y no en el de los hombres. Pero a la vez el de Dios no niega al de los hombres. Todo lo contrario. Solamente si llega el momento de optar entre el uno y el otro, el hijo de Dios ha de elegir al reino verdadero, a ese que no está en un lugar determinado y que tampoco advendrá en una fecha fija pues habita en todos los tiempos habidos y por haber, donde todos somos en Dios. Como dijo Pablo de Tarso: “fuimos sepultados con Cristo, con él también resucitaremos” (Rm 6, 3-11) El tiempo de Jesús es el templo de Dios y ese tiempo es el tiempo de todos los tiempos dentro del templo de todos los templos; tiempo-templo situado no solo más allá, no sólo más acá, sino, además, aquí mismo. Aquí y ahora.
“¿Eres tú el Rey de los judíos?” pregunta Pilatos. Y Jesús responde, “Mi reino no es de este mundo” (Juan 18, 33) Esa respuesta no interesaba a Pilatos. Lo que él quería saber era si Jesús se proclamaba Rey. De modo que insistió: “¿Acaso eres tú Rey?” Jesús respondió: “Tú dices que yo soy Rey. Yo para esto he nacido y venido al mundo. Para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Juan 18, 37). Más no necesitaba escuchar Pilatos. No importa si el reino era de éste o del otro mundo. Lo importante era que el carpintero declaraba ser Rey. Por eso y nada más, debería morir. La hábil estrategia de hacer elegir a la muchedumbre entre el zelota Barrabás (algo así como un Che Guevara judío) y el carpintero Jesús, solo perseguía el propósito de dar cierta legitimación populista a una decisión jurídica previamente tomada.
Pero quien sabe si Pilatos, antes de quedarse dormido, en los mismos momentos en los cuales Jesús sangraba en la cruz, se hizo la pregunta acerca de dónde estaba situado el reino del cual había hablado el nazareno. Por de pronto –quizás así lo pensó el procurador- ese otro mundo no estaba en otro planeta, o en otro lugar; tampoco en otro tiempo. Ese otro mundo, lo dijo Jesús -y puede que hasta Pilatos lo hubiera así entendido- es “el reino de la verdad y de los que quieren oír su voz”.
El reino del otro mundo es aquel en donde la verdad ha derrotado para siempre a la mentira, la vida a la muerte; el bien al mal; la libertad a la tiranía. Pero ese otro mundo, el de Jesús, también puede aparecer de pronto aquí “como un ladrón en la noche” (Pablo, Tes 52-1) Lo escuchamos en el grito del recién nacido; en el sol que rompe la noche del invierno; en la rosa blanca que hizo nacer a la primavera; en tus ojos que brillan cuando amas; en el cielo y en el fondo de la tierra; en el pan de cada día; en los lirios del campo que iluminaron la vista del “hijo del hombre”, y en todo lo que es verdad sobre esta tierra.
Sin el reino de ese otro mundo, este mundo no merecería ser vivido. Sería una mierda. Amén.