Fernando Mires: Urgente, se necesita un Imperio

por Fernando Mires / Alemania

En El País 21.01. 2012 fue publicado un artículo en el cual su autor, Jean-Marie Colombani, lamenta con indignación que el gobierno de Barack Obama no haya intervenido militarmente en Malí, país acosado por bandas terroristas de Al Quaeda a las que hoy hacen frente tropas francesas. Lo asombroso del artículo es que ahí no hay ninguna crítica directa a los gobiernos europeos a quienes sí efectivamente corresponde apoyar a Francia.
¿Por qué deben los EE UU comprometerse en Malí más que Alemania o Inglaterra? Desde el punto de vista geo-estratégico los EE UU están menos amenazados por el integrismo islámico que todos los países europeos. Las consecuencias migratorias del avance del terrorismo islámico las padecerá Europa y no los EE UU. Los EE UU no son vecinos de Francia, como es el caso de Alemania, ni limitan con el mundo musulmán como es el caso de España. Los EE UU están comprometidos en Irak y Afganistán más que cualquier otro país europeo. Los intereses económicos de los EE UU en la región son menores a los de Europa y sus lazos culturales son muy débiles, entre otras cosas porque los EE UU jamás poseyeron una colonia islámica, como Francia e Inglaterra.
Desde el punto de vista político internacional tampoco era aconsejable que los EE UU intervinieran masivamente en Malí como no lo hizo en Libia ni lo ha hecho en Siria. Hay que tener en cuenta que el radical anti-norteamericanismo que dejó Bush como herencia recién está siendo debilitado gracias a la política de dialogo emprendida por Obama en la región. Una intervención militar norteamericana en Malí correría el riesgo de lastimar las relaciones políticas con los nuevos gobiernos árabes y eso no es bueno ni para los EE UU ni para los países árabes. Mucho menos para Europa.
¿Y desde el punto de vista militar? Seamos sinceros: Para el tipo de acciones que requiere una intervención militar en Malí, países como Francia, Alemania, Inglaterra, Holanda, Dinamarca y Suecia están tan bien dotados como los EE UU. Luego, los EE UU no se encuentran en la necesidad de proteger a naciones militarmente débiles frente a adversarios poderosos, como ocurrió en la era del imperio soviético. Ejemplo muy pertinente, pues ahí encontramos la raíz del malestar europeo con los EEUU del cual el artículo de Colombani es sólo un testimonio.
Efectivamente, para no pocos analistas rigen todavía las coordenadas de la Guerra Fría. Es entonces el momento de descargar algunos «up dates». De otra manera nunca podrá entenderse que la protección ejercida por los EE UU en contra de la URSS no solo fue hecha para salvaguardar a Europa, sino para impedir el avance soviético en contra, antes que nada, de los intereses norteamericanos.
Hoy Europa no necesita de esa protección y por lo mismo ha llegado la hora de que se defienda a sí misma de los peligros que la acosan. EE UU tiene sus propios intereses. Europa también, y no siempre son los mismos. O en otras palabras: no hay ninguna razón por la cual Europa deba convertirse en un protectorado militar permanente de los EE UU. En política internacional la cooperación sólo puede darse sobre la base de objetivos e intereses comunes. Ese y no otro es el fundamento de la Alianza Atlántica.
Pero no sólo en Europa, también en América Latina hay políticos, incluso gobernantes, que añoran la Guerra Fría. Los gobiernos del ALBA, por ejemplo, son gobiernos de la Guerra Fría sin Guerra Fría. Sus presidentes se han desgañitado, incluso enfermado, profiriendo insultos en contra de los EE UU. Todavía no pueden entender por qué, primero Bush, después Obama, no han reaccionado jamás en contra de tanta injuria. Simplemente los han ignorado. Pero ellos necesitan, y con urgencia, de la existencia de un verdadero imperio norteamericano.
Una afrenta debe haber sido sin duda para Chávez cuando Obama dijo que Venezuela no representa ningún peligro para los EE UU. ¿Cómo iba a representarlo si la Venezuela de Chávez es uno de los países del continente que más ha intensificado, vía importaciones, la dependencia económica con respecto a los EE UU?
Lo mismo ocurre en el campo de las derechas latinoamericanas. Ellas quisieran que los EE UU invadieran La Habana o Caracas, que tomaran preso a Chávez, a Ortega, o a Raúl Castro, como ayer ocurrió con Noriega en Panamá; o que financiara algún golpe de estado al estilo Kissinger. Todavía no entienden que las actitudes políticas de los EE UU no pueden ser las mismas que durante la Guerra Fría.
Pero no solo delirios de izquierdas y derechas reclaman una mayor presencia de la Casa Blanca en los asuntos latinoamericanos.
Con cierta preocupación se puede observar que después del discurso de asunción de mando pronunciado por Obama el 22 de Enero, comentaristas inteligentes y moderados no se cansan de escribir que el presidente norteamericano demostró carecer de una política hacia América Latina. Mas, nadie se ha preguntado, antes de criticar a Obama, si hay algún país latinoamericano que tenga una política para América Latina.
Brasil, según se dice, potencia peso- pesado, no sólo no tiene política para América Latina; además, carece de política internacional. En la ONU, Brasil no ha hecho más que abstenerse. Y con relación a América Latina está dispuesto a aplaudir a cualquiera dictadura o autocracia a cambio de mantener relaciones comerciales. La gobernante de Argentina, para nombrar un peso-mediano, más allá de servir de albacea a autócratas enfermos, tampoco tiene una política coherente para el continente. De los países del ALBA, ni hablar. Aparte de recibir con fanfarrias a cuanto dictador asesino anda suelto por el mundo, tampoco hay una política internacional definida. Ahora, si los gobiernos de América Latina no tienen una política para América Latina, ¿cómo vamos a exigir al gobierno norteamericano que tenga una?
Pero los Estados Unidos tuvieron políticas hacia América Latina, dirá más de alguien ¿No fue la Doctrina Monroe una clara política hacia América Latina? ¿O la Política del Buen Vecino, de Roosevelt? ¿O la doctrina Truman? ¿O la Alianza para el Progreso de Kennedy? ¿O la política de los derechos humanos de Carter? ¿No fueron esas claras políticas para América Latina?
Quizás asombrará a muchos. Pero en este artículo se sostiene lo contrario. La tesis es la siguiente: ninguna de esas supuestas políticas norteamericanas hacia América Latina fue concebida para o en función de América Latina. Dicha tesis es de fácil comprobación.
La Doctrina Monroe de 1823 (América para los americanos) fue levantada en contra de potencias coloniales europeas como España, Francia e Inglaterra, cuyos proyectos por establecer condominios peligrosos para los EEUU en América Latina eran más que evidentes. Es decir, no fue concebida para América Latina sino en contra de Europa.
La política del Buen Vecino de Roosevelt (1933) fue concebida como un gesto amistoso a Europa, invalidando parcialmente la vigencia de la Doctrina Monroe.
La doctrina Truman (1946) fue dictada ante la evidencia de que el proyecto de Stalin para lograr la hegemonía mundial no estaba ni con mucho terminado después de las Conferencias de Teherán (1943), Postdam y Yalta (1945). En cierto modo la doctrina Truman fue una prolongación de la de Monroe, pero no en contra de Europa sino de la URSS. El espíritu de la Doctrina Truman, variaciones más o menos, fue mantenido por los Estados Unidos hasta la caída del imperio soviético.
Grandes barbaridades cometidas por los EE UU en América Latina, desde el derribamiento de Jacobo Árbenz y su sustitución por el tirano Castillo Armas en Guatemala (1954) hasta el financiamiento del atroz golpe militar que derribó a Salvador Allende en Chile (1973), no pueden entenderse dejando de lado los lineamientos principales de la Doctrina Truman.
La Alianza para el Progreso de Kennedy (1961) y la Política de los Derechos Humanos de Carter fueron a su vez simples complementos de la Doctrina Truman. De acuerdo a la primera se trataba (en verdad, una reacción frente a la revolución pro-soviética de Castro) de agregar a la política militar de los EE UU una política de desarrollo económico destinada a erradicar la pobreza, caldo de cultivo de protestas y revoluciones. De acuerdo a la segunda, los EE UU intentaron debilitar a los países de la órbita soviética «desde dentro», apoyando a los movimiento disidentes en el bloque. Y como es obvio, EE UU no podía predicar la vigencia de los derechos humanos en el mundo soviético y violarlos en América Latina. En cualquier caso esa política fue planteada en contra de la URSS y sólo de un modo muy indirecto para América Latina.
En breve, ninguna de las políticas mencionadas fue hecha para América Latina. La de Monroe fue en contra de “la vieja Europa” y todas las demás en contra de la URSS.
Radicalizando la formulación podría afirmarse que nunca los EE UU han tenido una política para América Latina. Y es obvio que así sea: ¿Cómo puede Obama tener la misma política para Venezuela y Chile? ¿O para México y Nicaragua? Imposible. América Latina no ha sido ni es -no sabremos si alguna vez será- una unidad política.
América Latina son sus Estados y cada Estado es diferente al otro.
A riesgo de realizar una extrapolación exagerada, podría afirmarse que quienes necesitan de un imperio «bueno» o «malo» permanecen atascados en una fase edípica de la política. Pues, como sucede con el Padre-Poder, sucede con todo Poder. Unos se identifican con el Poder Amado, otros con el Poder Odiado. Pero así como en el desarrollo de la personalidad ha de llegar el momento en el que debemos separamos del Padre-Poder, aceptándolo como es, con sus grandezas y miserias, así debe suceder en política internacional. Eso quiere decir: Los EE UU no son ni el imperio del mal ni el imperio del bien. Una nación poderosa, sin duda, pero al fin, una nación más, con sus problemas, con sus intereses e ideales y por cierto, con sus límites, tanto territoriales como políticos.

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