Hay que reiterarlo: Barack Obama es el Presidente de EE UU y no el jefe de la oposición de Venezuela. De ahí que las medidas tomadas por su gobierno en contra de siete corruptos funcionarios chavistas no están guiadas por una eventual correlación política de fuerzas en el espectro venezolano. El gesto de enemistad, al declarar a Venezuela una amenaza para los EE UU, tampoco.
Obama, evidentemente, escogió el momento para hacer pública su posición frente al gobierno Maduro. Que lo haya hecho en medio de negociaciones mantenidas con el régimen cubano y pocos días antes de la Cumbre de las Américas que tendrá lugar el 10 y 11 de Abril en Panamá, muestra que ha considerado determinadas razones de alcance estratégico, razones que trascienden lejos, muy lejos, a la simple particularidad venezolana.
Hay que tener en cuenta que Obama no vive en los tiempos de Bush, enredado en mentiras increíbles para justificar su ominosa invasión a Irak. Tiempos en los cuales hasta dictadores de baja estofa se permitían el placer de lanzar diatribas en contra del gobierno norteamericano.
Obama, a diferencias de Bush, es probablemente uno de los presidentes norteamericanos que ha ganado más legitimidad en la arena internacional. La restitución de la alianza atlántica en Europa, las alianzas establecidas con gobiernos islámicos en la lucha en contra del ISIS, su distanciamiento con respecto a fracciones de la derecha israelí, sus tensas pero diplomáticas conversaciones con el gobierno de Irán en torno a temas nucleares y militares (los tiempos de las locuras de un Ahmadineyah quedaron atrás), su apertura política hacia Cuba, más la eminente suspensión del embargo y su voluntad de acercamiento amistoso a los países latinoamericanos –incluyendo a los del ALBA- son hechos que demuestran un cambio profundo en la política internacional de los EE UU.
La nueva estrategia apunta -lo ha reiterado Obama en diversos discursos- a la sustitución de las relaciones de dominación militar por relaciones de hegemonía política. Eso quiere decir que Obama, sin renunciar al uso de la fuerza, intenta restaurar el valor de la política en el espacio internacional.
El nuevo rol de EE UU precisa, sin embargo, de un estatuto simbólico. Por eso mismo Obama debe defender la nueva imagen que busca dar a su nación. Visto así, Obama no puede permitir que un mandatario, cualquiera que sea, insulte a su gobierno todos los días, menos aún si preside un país del que EE UU es su más seguro socio comercial; un país, además, con el que no tiene ningún problema económico, político o militar. ¿Ha llegado el momento de mostrar a Maduro que incluso la paciencia diplomática tiene límites? Así parece.
Si vemos el tema desde una perspectiva global, la designación de Venezuela como amenaza para los EE UU tampoco debe sorprender demasiado. El régimen venezolano es en la región el que más se acerca al formato clásico de una dictadura. Y los regímenes dictatoriales o simplemente autoritarios han sido siempre, en todas las latitudes, amenazas para la paz externa. Más todavía si un régimen no oculta su atracción por casi todas las dictaduras enemigas (reales o potenciales) de los EE UU.
Habría que ser muy ingenuo, por ejemplo, para no darse cuenta de que la política de Obama frente a Caracas tiene que ver con Moscú mucho más de lo que a primera vista parece. Frente a Rusia hay ya una Guerra Fría no declarada por la OTAN. Pese a eso, Obama no busca aliados en América Latina. Lo que sí quiere, y desde su óptica tiene toda la razón, es no tener más enemigos.
Probablemente el gobierno de Obama anhela que las relaciones entre Venezuela y los EE UU sean las más normales posibles. Con mayor razón en tiempos marcados por conflictos al lado de los cuales el que existe (si es que existe) con Venezuela es solo una migaja. Que esa normalidad también conviene en la práctica al gobierno Maduro, pero no a su falso discurso “antiimperialista”, es un factor con el cual seguramente contaba la administración norteamericana.
No es errado pensar entonces que la declaración de enemistad al gobierno de Maduro es un punto encuadrado en un marco estratégico destinado a configurar la futura política de los EE UU con respecto a toda América Latina.
La apertura hacia Cuba, por un lado, y la muestra de enemistad hacia el gobierno de Venezuela, por otro, son indicadores que muestran diseños de esa nueva política. A través de ella Obama intenta dejar claro que los EE UU están dispuesto a colaborar con todos los gobiernos de la región, cualquiera sea su orientación ideológica, siempre y cuando estos no lleven a cabo acciones de hostilidad en su contra.
Ahora bien, si un gobernante como Maduro busca extraer capitales políticos nacionales a través de una sostenida campaña de hostilidad hacia EE UU, deberá naturalmente contar con las consecuencias. Ese parece ser desde ya el mensaje que Obama llevará a la Cumbre. Un mensaje que naturalmente no solo será dirigido a Venezuela sino, además, a todos los gobiernos de la región.
Para determinadas fracciones de la oposición venezolana, las que en su narcisismo político imaginan que el mundo comienza y termina en Venezuela, la posición de Obama respecto al gobierno de Maduro o les ha parecido un grave error o la han saludado como un gran gesto de solidaridad. Ni lo uno ni lo otro. Al tomar posiciones frente a Maduro, Obama no consideró demasiado la correlación de fuerzas al interior de Venezuela. Pero no tenía por qué hacerlo. Su actitud no deriva de un asunto táctico inmediato. Forma parte, reiteramos, de una estrategia global destinada a ser medida en plazos largos.
Probablemente la administración estadounidense tenía previsto que Maduro iba a reaccionar como reaccionó. En medio de la crisis económica más profunda vivida en el país, del más grande descrédito internacional y de la corrupción más desenfrenada, era obvio, casi natural, que Maduro llevaría a cabo una campaña patriotera como no se recuerda en América Latina desde los tiempos cuando el general Galtieri desató la guerra de las Malvinas (1982) solo para reconquistar la popularidad perdida por la dictadura militar de su país. Sin embargo, puesta esa reacción al lado de la importancia que para EE UU reviste marcar las líneas de una estrategia política continental, no hay como perderse: Obama no puede ni debe subordinar su política continental a los intereses ni de la oposición venezolana ni de ninguna otra. Si así lo hubiera hecho, habría cometido de verdad un acto de injerencia.
En otras palabras: nos encontramos frente a un problema dividido en dos dimensiones: una internacional, donde los EE UU no pueden sino hacer lo que están haciendo, y otra muy local, en donde un gobierno antidemocrático enfrenta a una masiva oposición que intenta movilizar fuerzas y obtener un triunfo electoral decisivo. Ambas dimensiones, la internacional y la local al ser distintas no son necesariamente compatibles. Y con esa incompatibilidad deben contar tanto el gobierno como la oposición de Venezuela.
Desde la dimensión local, la política internacional de Obama parece favorecer, por lo menos durante un breve lapso, a Maduro y sus huestes. A fin de reconquistar la popularidad perdida, el gobierno Maduro, siguiendo la lógica Galtieri, ha trazado una línea demarcatoria que intenta sustituir a la contradicción entre “burguesía y pueblo” por otra formada por “patriotas” y “antipatriotas”. O dicho de este modo: así como en vísperas de las elecciones municipales del 2013 Maduro declaró una artificial guerra económica, antes de las elecciones parlamentarias del 2015 ya ha declarado una no menos artificial guerra patria frente al peligro de una invasión que, naturalmente, nunca tendrá lugar.
En la primera “guerra” Maduro llamó a saquear tiendas comerciales, acción conocida como el Dakazo. Durante la segunda “guerra” llama a la movilización nacional, recogiendo “millones” de firmas en contra de Obama. ¿Estamos entonces frente a un “Obamazo”? Todo indica que Maduro camina en esa dirección.
El eventual “Obamazo” persigue, además, otro objetivo, a saber, dividir más a la oposición de lo que de hecho ya lo está. En efecto, el patrioterismo desatado por Maduro ha cavado nuevos surcos en el amplio campo opositor. Por de pronto ya es posible detectar dos polos antagónicos. A un lado los “nacionalistas” dispuestos a posponer diferencias con el gobierno en aras de la nación amenazada. Al otro lado los “pro-intervencionistas”, dispuestos a entender el discurso global de Obama como una mera táctica destinada a derribar al gobierno venezolano.
Probablemente hay dentro del nacionalismo opositor quienes piensan que la “cuestión nacional” no debe ser regalada al gobierno. En principio, dicho planteamiento podría ser correcto. Lo que evidentemente no es correcto es plegarse al discurso del gobierno aduciendo que Venezuela es un país que no amenaza a nadie, asumiendo así, objetivamente, la retórica del “antiimperialismo” oficial.
Lo mismo ocurre con el sector “pro-intervencionista”: al imaginar que Obama busca el derribamiento del gobierno, asume positivamente el mismo discurso de Maduro. No deja de llamar la atención en ese punto, como columnistas que en el pasado reciente habían dedicado largas parrafadas en contra de Obama, acusándolo de débil, de populista, de izquierdista y hasta de islamista, se han convertido, de la noche a la mañana, en fanáticos “obamistas”.
Entre los dos polos extremos (el nacionalista y el pro-intervencionista) existe, sin embargo, una amplia franja opositora que ve en la línea demarcatoria trazada por Maduro una simple maniobra destinada a desviar la atención con respecto a las calamidades sociales provocadas por el gobierno, un intento más para tapar los escándalos financieros, las fortunas depositadas en bancos norteamericanos, las fabulosas cuentas de personeros chavistas en los bancos de Madrid y Andorra, más lavados de dinero, tráfico de drogas, contrabando y otras exquisiteces similares.
Del mismo modo, y en ese punto parece haber consenso mayoritario en la oposición, la lucha por la liberación de los presos políticos ha sido continuada, más allá de que existan desacuerdos políticos con algunos dirigentes en prisión. La lucha por una nación sin presos políticos –eso es muy importante decirlo- también pertenece a “la cuestión nacional”. Tiene que ver con la imagen de Venezuela en el mundo. Y en estos momentos esa imagen es francamente desastrosa.
Fue el ex presidente de Costa Rica, Óscar Arias, quien formuló la tesis de que en una democracia no puede haber presos políticos. Dicho en sentido inverso, cuando en una nación ya no hay presos políticos, recién podemos hablar de democracia. Ahora, si tomamos en cuenta que una nación democrática no es una amenaza para nadie y a la vez se quiere que Venezuela no sea catalogada como amenaza externa, es necesario luchar por la democratización del país.
La cuestión nacional pasa por la cuestión democrática y esta última pasa a su vez por la liberación de todos los presos políticos. A diferencia de la lógica matemática según la cual el orden de los factores no altera el producto, en la lógica política sí lo altera. Con la liberación de los presos políticos comienza la invulnerabilidad internacional de Venezuela. Ese es el punto.
No es Venezuela la amenaza sino un régimen que ha convertido al otrora Estado democrático de Derecho, en un «narco-Estado» (cartel de los soles), que financia organizaciones terroristas enemigas de USA y de Europa, que mantiene relaciones estrechas con los pocos regímenes dictatoriales del mundo, que lava dinero por medio de la que fuera una de las más prestigiosas empresas petroleras de América Latina, que puede afectar el sistema financiero internacional con el dinero proveniente de esa lavado de dólares. Detrás de las sanciones específicas a los violadores de los derechos humanos, está el tema de fondo del narco-Estado. Mires obvia estos elementos.