por José Rafael García García
Alrededor de la una de la madrugada, desesperada por impedir la ejecución de su padre, Ileana, la hija de Tony De La Guardia, fue a ver a García Márquez en su casa del Siboney. La joven fue acompañada de su marido Ricardo Masseti, un argentino que trabajaba para el Departamento América del Partido Comunista Cubano y que muy poco antes se había desempeñado como ayudante de De La Guardia en Angola, hizo un esfuerzo de última hora para pedir a Gabo que rogase a Fidel por la vida de su padre.
Conocían bien a Gabo, de varias reuniones con Tony. Sabían que sí alguien podía salvar la vida de Tony a esta altura de las cosas, era García Márquez. Pero cuando los dos llegaron a las cercanías de la casa se tropezaron con media docena de soldados y un vehículo militar apostado en la esquina. Frente a la casa de Gabo había varios vehículos más docenas de soldados, muchos de ellos con radiotransmisores portátiles. Sólo Fidel tenía tanta escolta en Cuba. El líder cubano había llegado primer. Ileana y su marido, sabiendo que serían detenidos si intentaban acercarse más, resolvieron esperar a pocas cuadras de distancia.
Fidel Castro había llegado a la casa de García Márquez alrededor de la medianoche, como de costumbre sin anunciarse. Gabo estaba sólo. Acababa de cenar y leía en la antesala de estar. El líder cubano parecía irritado e inquieto. Los dos hombres se sentaron en un sofá frente a la chimenea, dominando la habitación, y charlaron de cosas intrascendente. Durante la hora siguiente ninguno de los dos se atrevió a comentar la posible ejecución del general de división Ochoa y del coronel Tony De La Guardia.
Fidel temía abordar el tema con Gabo. Sabía que el escritor se oponía a la pena de muerte, como cuestión de principio, y sobre todo en su aplicación a los cuatro oficiales cubanos. Gabo había dejado entrever en conversaciones con altos ayudantes de Castro que deseaba ver salvada la vida de los cuatro. Y Castro sabía muy bien que García Márquez era intimo amigo de Tony De La Guardia.
El coronel del Ministerio del Interior, un pintor aficionado y amante de las artes, habías sido frecuente visitante de la casa del Gabo. De hecho, Tony De La Guardia a menudo sentado en el mismo asiento que ahora ocupaba Fidel. Un paisaje naif pintado por Tony colgaba en el vestíbulo de la casa. Mientras Fidel y Gabo hablaban, el escritor se preguntaba sí el líder cubano había reconocido el cuadro de De La Guardia al entrar a la casa esa noche.
A partir de las 2.00 de la madrugada, Fidel decidió retirarse. Gabo partía la mañana siguiente para Francia, donde tenía una cita con el presidente Francois Mitterand. Mientras los dos hombres se despedían en la puerta principal, García Márquez abordó el delicado tema. Pidió por la vida de los acusados del modo que a su juicio sería el más eficaz.
– No quisiera estar en tu pellejo. Porque sí los ejecutan, nadie en la tierra creerá que no fuiste tu quien impartió la orden- dijo Gabo.
Fidel Castro apoyó la mano en el marco de la puerta, y miró pensativo a su amigo.
– ¿Tu lo crees? ¿Tu crees que la gente lo verá de ese modo?-preguntó Castro.
Castro creía ciegamente en la revolución que él había creado, y no estaba acostumbrado a escuchar opiniones escépticas sobre los controles y equilibrios de los poderes en Cuba. Como todos los líderes que acaban creyendo en sus propias campañas de desinformación. Castro pensaba que su régimen tenía todos los mecanismos bien aceitados para controlar sus propios poderes. Poseía la lucidez suficiente para saber que su gobierno estaba perdiendo popularidad, pero atribuía esas dificultades a las campañas de sabotaje económico y propaganda de la CIA. La idea de que su revolución se había convertido en una dictadura militar en la cual todo dependía de los caprichos del comandante le sonaba como una invención más de la propaganda enemiga.
De pie en el umbral de la casa, Gabo agitando las manos para subrayar sus palabras, Fidel comenzó a explicar la equidad de los procedimientos legales que habían terminado con el veredicto de la corte marcial. Dijo que la opinión unánime del tribunal había sido que Ochoa y Tony De La Guardia merecían morir. He consultado con todos los organismos de Estado, y encuentro una abrumadora mayoría en favor del fusilamiento.
-¿No crees que ellos lo dicen porque piensan que tú quieres eso?- preguntó García Márquez-
No, no lo creo-respondió Fidel
García Márquez estaba triste cuando Fidel se despidió y se alejó. Estaba convencido de que el Consejo de Estado no salvaría las vidas de Ochoa, Tony De La Guardia y sus ayudantes. Unos meses después al reflexionar acerca de las ejecuciones y su conversación con Fidel en el umbral de su casa, Gabo me dijo: – Yo conozco a muchos jefes de Estado, y hay una constante en todos; ningún gobernante cree que le dicen lo quiere oír.