Así, o casi, es como se veían las casas de las urbanizaciones petroleras hace tres décadas Foto DANIEL PARDO/BBC MUNDO
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Las urbanizaciones donde vivían los trabajadores petroleros en la Venezuela de la primera bonanza del crudo eran como pequeñas villas mágicas donde nada era inalcanzable.
Había clubes sociales, escuelas, hospitales, centros culturales; los fines de semana la gente jugaba bolos y comía hamburguesa con malteada; todo estaba incluido: servicios, bienes, vigilancia; fumigaban todos los días a las 6pm; era como un viaje a otro país; una dosis de desarrollo en un país subdesarrollado.
Ahora, sin embargo, las 20 urbanizaciones en la costa oriental del Lago Maracaibo, estado de Zulia, que albergan más de 10.000 personas -ya no necesariamente familiares de trabajadores petroleros- están abandonadas o, por lo menos, deterioradas, con casas destruidas, calles rotas y postes caídos.
En los 60 y 70, cuando los precios del petróleo estaban disparados, Venezuela era el mayor productor del mundo, en parte gracias a la alianza del Estado con diferentes compañías extranjeras -sobre todo de Estados Unidos- que construyeron urbanizaciones para sus trabajadores locales y extranjeros.
Hoy -después de tres décadas de estancamiento, alta inflación y, algunos dirían, «malos gobiernos»- Venezuela no está entre los primeros 10 productores más importantes del mundo y su industria petrolera, que es propiedad del Estado desde 1976, está de capa caída.
Este año la producción ha caído 10,5% comparado con 2015, según cifras de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), y los ingresos del país se desplomaron 41%, de acuerdo al gobierno.
La crisis general de la industria petrolera venezolana -que para muchos expertos tiene su origen antes de que empezara la crisis económica actual- se refleja en estas urbanizaciones petroleras en el oeste del país, donde la riqueza de los petrodólares es solo un recuerdo que describen los más viejos.
Como en Estados Unidos
Las urbanizaciones, que están literalmente a metros de los pozos petroleros, siguen la estética de esos barrios estadounidenses donde todas las casas, organizadas en milimétricas y amplias cuadras, parecen iguales.
Las hay grandes, pequeñas y enormes: cada trabajador vivía en el tipo de vivienda y urbanización que exigía su rango.
Pero prácticamente a nadie se le negaba el porche con un jardín al frente de la casa, donde podían pasar en una mecedora la calurosa y húmeda tarde zuliana.
Algunas casas incluso mantienen ese colorido jardín decorado con gansos o patos de plástico y sillas de metal blanco en espiral con un cojín de flores.
Muchas casas están pintadas con los rosados y pasteles típicos de la arquitectura de medio siglo estadounidense, aunque pueden estar desteñidos o cambiados por rojo.
Y los residentes se quejan de que no hay seguridad ni mantenimiento; que los parques de recreación parecen de una película de terror y las raíces de los árboles han tumbado casas que siguen ahí, despedazadas.
Algunos residentes atesoran los automóviles que quedaron de esas épocas: un Chevrolet Corvette, un Ford LTD.
Los guardan en esos estacionamientos a un lado de la entrada que muchos, en Estados Unidos, usaban como cancha de básquet.
Y acá, en estas urbanizaciones, aún se ven unas cuantas de esas cestas pegadas a la casa. Pero oxidadas, o sin red.
Qué pasó con la industria
«La racionalidad capitalista hizo que los petroleros quisieran construir infraestructura según sus estándares», le dice a BBC Mundo Carlos Medina, un economista de la Universidad del Zulia que ha escrito 14 libros sobre estas urbanizaciones.
«Eso les garantizaba poder contratar a los mejores y actuar como Estado para tener cierto control político en la zona», asegura.
Acá, dice, entraron los «gringos de culo negro», como se le llama al profesional petrolero venezolano que «piensa en americano», estudió en universidades estadounidenses y quiere vivir en una Venezuela con estándares del norte.
En términos generales, explica Medina, esa élite de especialistas petroleros fue la que se rebeló contra el entonces presidente Hugo Chávez en 2002, durante una huelga de seis meses que paralizó al país y marcó un antes y un después en la industria petrolera venezolana.
Luego del paro, Chávez reestructuró PDVSA -o, en sus palabras, «se la dio al pueblo»- y despidió a miles de estos trabajadores.
Para muchos especialistas, ese cambio estructural en PDVSA, que dio con una enorme fuga de cerebros y cambió la estrategia de producción, fue el inicio de un periodo de deterioro que se suma a problemas de corrupción, a la crisis económica actual y a la caída del precio internacional del crudo.
El chavismo defiende su política petrolera, que pagó por los ambiciosos programas sociales de los años recientes.
Pero lo que se refleja en la urbanizaciones petrolera, continúa Medina, «es el deterioro de la cultura petrolera, de la pérdida de una intelectualidad y un culto a la profesión que ya no existe».
«Niñez afortunada»
Armando, quien pidió no revelar su verdadero nombre por temor a represalias, es residente de Campo Hollywood, una de las urbanizaciones en la ciudad de Cabimas, al noroeste del Lago Maracaibo.
Sentado en el porche de su casa, frente a dos enormes tanques de crudo, el zuliano de 47 años le cuenta a BBC Mundo los recuerdos de una niñez «afortunada» en estas urbanizaciones de lujo.
«Con decirte que había una unidad de atención -Servicio de Campo, le llamaban- que venía hasta tu casa a cambiarte los bombillos», arranca, con un grado de nostalgia que le aflige el rostro.
«Pero ayer», agrega, «se me inundó la casa por primera vez en 50 años».
«Antes vivíamos lejos de los problemas del país, de la pobreza, era como otro país, pero ahora sufrimos igual que todos con la escasez de alimentos y medicinas«, asegura.
Su padre era especialista en mecanografía y no había cursado bachillerato, pero gracias a las ayudas de PDVSA, con el suelo de un trabajador raso -medidor de producción en un balancín- pudo pagarles educación superior a sus 10 hijos.
«La empresa te garantizaba un buen nivel de vida en todos los sentidos», dice Armando, quien recuerda en detalle los supermercados donde se compraban al por mayor -sin efectivo: con una tarjeta de PDVSA- productos recién lanzados en el exterior.
«Mi papá llegaba con bultos de pasta, harina, embutido, queso, todo era muy barato y a veces se los regalaban en la empresa», cuenta.
Los vecinos de Armando son como su familia, porque los conoce hace décadas y han tenido vidas similares: todos en esta urbanización, acota, trabajaban en producción.
«Pero ahora muchos de ellos se han ido; tenemos amigos en Dubai, en Colombia, en México, todos se fueron a trabajar en otros países petroleros; y algunos vendieron su casa pese a que uno acá no tiene el título de propiedad».
En su lugar, a las urbanizaciones han llegado familias sin filiación a PDVSA que, para Armando, no tienen el mismo «sentido de pertenencia» sobre estas tierras.
Uno de los clubes sociales de los trabajadores, el Country Club, ahora se llama Santa Inés y está decorado con fotos de Chávez y Bolívar. La piscina está verde, algunos salones desmantelados, las canchas de tenis desatendidas y la de golf -que esperaba ser «rescatada» por el Consejo Comunal, una asociación civil ligada al chavismo- no sirve hace un par de años.
Villas mágicas
Fernando Coronil se convirtió en uno de los antropólogos más importantes de Venezuela por su obra «El Estado mágico», un ensayo sobre un Estado venezolano que todo lo puede -o todo lo pretende, o todo lo abarca- gracias a la renta petrolera.
Las urbanizaciones petroleras son una materialización de ese Estado mágico, dice Medina, «porque acá las petroleras actuaban como Estado omnipresente y someterlas fue siempre el dilema, el reto, de los estadistas venezolanos«.
El día que Chávez las sometió, el Estado mágico se desplazó: se fue a los barrios populares, donde la gente, gracias a la segunda bonanza petrolera en 50 años, recibió beneficios que antes estaban remitidos a los petroleros.
Con la «nueva PDVSA», los trabajadores pasaron a recibir créditos de construcción o apartamentos en las viviendas sociales del gobierno, Misión Vivienda.
Pero ahora que la bonanza terminó, los beneficios sociales que muchos recibieron de Chávez se extirparon.
Y el petróleo ya no es responsable del 70% de los ingresos del país, como era antes, sino del 95%.
El rentismo petrolero, que para Coronil es el obstáculo más grande de Venezuela como nación, sigue sin superarse.