Ricardo Escalante / Análisis Libre
La política tiene facetas e interpretaciones inagotables. Unos la ejercen de una manera, otros de otra. Hay quienes la entienden como vocación de servicio público y defienden la confrontación de las ideas y hay, por supuesto, quienes la utilizan como escalera para trepar en la búsqueda de intereses personales, sin que nada les importe. Se valen de cualquier instrumento y, así, en el camino dejan un cementerio de compañeros y frustraciones. A veces ni siquiera saben que su realidad es una gran mentira adornada con hechos tercos.
En Acción Democrática -el partido político más importante en la historia venezolana, con cinco presidentes de la República y con aportes indiscutibles a la formación de generaciones democráticas y al desarrollo del país-, había dirigentes de grandes cualidades, pero ahí también cohabitaban los dominados por vicios y errores que afectaron la credibilidad de un sistema cuyos vidrios todavía no han sido recogidos.
Pues bien, conocí a Luis Alfaro Ucero a principios de los años setenta, mientras me desempeñaba como reportero del diario El Carabobeño en Caracas. Él era parlamentario y aún no había llegado a la secretaría nacional de organización de AD, cargo que luego utilizó para hacer elegir sus hombres de confianza al frente de las seccionales del partido. Era un personaje de pocas palabras, de disciplina de hierro en el trabajo organizativo, que reclamaba acatamiento pleno a su voluntad. Le incomodaban aquellos con criterios propios.
Sin que casi nadie se percatara, él hizo crecer a su alrededor una fauna de adoradores que lo llamaban “caudillo”, le rendían pleitesía y hasta le regalaban quesos llaneros, dulces de lechosa y otras cosas… Durante un buen tiempo los grandes líderes del partido no vieron en él un competidor por la sencilla razón de que no le interesaban los libros, su nivel cultural era escaso. Carecía de discurso y de carisma. No estudió y sus actuaciones políticas eran instintivas, pero tenía habilidades para poner a su servicio a muchos inteligentes que trataban de sacar provecho de su control férreo de la maquinaria.
Mientras Rómulo Betancourt, Gonzalo Barrios, Carlos Andrés Pérez y otros estaban en el protagonismo, Alfaro se movía con sigilo, sin pisar conchas de mango y, por supuesto, eso ocurría sin que nadie adivinara lo que ese personaje de pequeña estatura física y traje siempre gris, llevaba por dentro. Así pasaron los años.
Más tarde ascendió a la secretaría general y desde ahí, ya convertido en hombre fuerte, accionaba los resortes del aparato contra quienes dejaban colar sus ambiciones de liderazgo. Los iba liquidando uno a uno, comenzando por el entonces presidente del partido, Humberto Celli. A eso no pudieron escapar jóvenes como Héctor Alonso López, Antonio Ledezma, Claudio Fermín y tantos otros. Hacía depuraciones de los registros de militantes del partido para asegurar su mayoría interna, mientras el país avanzaba hacia una realidad terrible.
Al comenzar 1998 el país estaba encandilado por una reina de belleza con mucho pelo y pocas ideas. Las encuestas lo decían, mientras el golpista Hugo Chávez Frías aparecía con apenas 6 y 7 por ciento de simpatías. Alfaro, con más de 70 años, quería ser Presidente de esa Venezuela diferente a la de la década de los cuarenta -cuando él llegó a ser constituyentista-. Se creía escogido por los dioses para ser sucesor de Rafael Caldera. Además, Caldera y él habían coincidido en ciertas jugadas políticas malolientes.
Muchas veces desayuné con el “caudillo” en un restaurant estilo suizo situado en el sótano del Hotel Crillón, que el destino convertiría en cuartel de agentes de inteligencia cubanos. Luego dejó de atender mis consultas periodísticas, como consecuencia de un artículo que publiqué dos semanas después de su proclamación como candidato presidencial de AD, en el cual señalaba sus errores y avizoraba lo que a la postre fue el desastre político que lo devoró y hundió en el anonimato definitivo.
Evidencia de que la realidad de Alfaro había estado poblada de ficciones tercas, fue lo ocurrido el viernes 27 de noviembre de 1998, cuando todo el mundo sabía que Chávez ganaría las elecciones presidenciales. Ese día AD reunió su comité directivo nacional para retirar el apoyo al candidato que había sido escogido en medio de alabanzas.
Luis Alfaro Ucero dijo allí: “Ustedes me eligieron candidato, y cuando lo hicieron sabían que yo tenía 77 años y que en las encuestas aparecía con solo 0,04 por ciento… Los intelectuales que aquí están conocían muy bien mi limitada formación, pero aun así no dijeron nada. Ahora soy candidato por decisión de ustedes y prefiero una derrota digna a una renuncia humillante”…
PD. Escribo este artículo al ver que en las redes sociales abundan las alabanzas a quien fue un nefasto personaje que condujo a su partido por senderos nefastos y cercenó la posibilidad de desarrollo de nuevos líderes. Por situaciones como las que he descrito, se vino abajo un sistema cuyas múltiples virtudes no pueden ignorarse ahora.