por J. Gómez –
La muerte de Chávez, la elección del Papa y la llegada de Michelle Bachelet tienen algo en común: la presencia clara de la nefasta idea monárquica y divina del poder.
“Nosotros sabemos que nuestro comandante ascendió hacia esas alturas y está frente a frente a Cristo, alguna cosa influyó para que se convoque a un Papa suramericano”.
La frase de Nicolás Maduro, insinuando la influencia celestial de Hugo Chávez en la elección del nuevo Papa, fue la culminación del proceso de “beatificación” y divinización (incluida una fallida momificación) del recientemente fallecido líder venezolano. Chávez ahora ejercería su influjo en la tierra y en el cielo.
Con la muerte de Chávez afloraron aquellos aspectos religiosos que quienes han tenido el poder político han ejecutado por siglos de manera subrepticia. El culto a la personalidad, la pretensión de inmortalidad del líder, el carácter hereditario y divino de la autoridad, se hicieron claros desde el día de su muerte.
La idea de embalsamar al líder para la eternidad, que estaría sentado cerca de dios en el cielo, de que Maduro es su hijo, y que “todos son Chávez”, no es otra cosa que la pretensión de darle un carácter teocrático –y por qué no decirlo fetichista- al ejercicio del poder político, que adoptaría un cariz divino y hereditario. Como decía Rudolf Rocker con justa razón: “Todo sistema de gobierno, sin diferencia deforma, tiene en su esencia un cierto carácter teocrático”.
En ese sentido, el carácter que está tomando el ejercicio del poder en Venezuela de la mano de Nicolás Maduro no es muy distinto del que existe desde hace siglos en el estado teocrático llamado Vaticano, y en otras naciones autocráticas como Corea del Norte donde el gobernante es considerado un semidiós. El derecho divino en su máxima expresión.
Así, la palabra sagrada del líder fallecido, la Biblia bolivariana, sería el Plan de la Patria, que dejó escrito Chávez, y que para su yerno Jorge Arreaza, otro heredero del poder (designado “por su hermano Nicolás” como vicepresidente ejecutivo) es “un manual para las próximas décadas, incluso para este siglo”.
La política dando paso a la religión y el milenarismo. ¿Dominación racional legal; o dominación carismática y tradicional?
Maduro ha asumido el rol de Pedro al decir que es hijo de Chávez, el santo sentado junto a dios (y probablemente “sacrificado en nombre de la humanidad”), y por tanto, heredero legítimo de su poder y autoridad incuestionable en la tierra como representante del pueblo.
Un claro símil del culto fetichista al Cristo en la cruz (también muerto por la humanidad), que el catolicismo ha explotado por siglos para generar adhesión irrestricta al Papa, la autoridad infalible con conexión directa con dios (la única), donde sus acólitos son –o eran hasta hace poco – vistos como semidioses.
¿Quién entonces podría cuestionar la autoridad designada por un líder ahora fallecido, que está sentado cerca de dios? Sólo un hereje víctima de dioses falsos; o alguien víctima de la ideología. En ambos casos, un blasfemo.
El principio monárquico es más que evidente. El retorno del derecho divino absolutista disfrazado de democracia popular está a un paso.
En torno a la llegada de Bachelet, la idea monárquica del poder también está presente, pero como una especie de césaro-papismo. Así, muchos de sus promotores presumen que su elección como presidenta será la solución a todos los males verdaderos y supuestos. No es raro entonces que el presidente del PS Osvaldo Andrade haya dicho que: “Bachelet es la solución a este mal paréntesis”. Ni pensar en cuestiones institucionales, esto es personalismo puro.
Es decir, como diría Gramsci, Bachelet representa para sus adeptos: “la solución arbitraria, confiada a una gran personalidad, de una situación histórico-política caracterizada por un equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas”.
Y entonces, como sería la solución, Andrade no ha dudado en exigir fidelidad absoluta hacia la persona de Bachelet, a los parlamentarios electos para “representar a la ciudadanía” en el Legislativo. No duda en exigirles conformar “un parlamento para Bachelet”.
El principio monárquico que concentraba el poder en una sola persona, la del monarquía absoluto, se intenta imponer y emular con el disfraz de la democracia, por sobre el principio democrático clave de la separación de poderes.
Entonces, el Congreso no es considerado el órgano para representar a los ciudadanos y sus diversos intereses, sino que es considerado un brazo en función del poder ejecutivo y sus intereses. El presidente hecho rey.
Entonces “el representante de la soberanía estatal es el supremo sacerdote del poder, que encuentra su expresión en la política, como la encuentra la veneración divina en la religión”. Rudolf Rocker en Nacionalismo y Cultura, capítulo Religión y política.
El mayor problema de nuestros tiempos sigue siendo el de todos los tiempos, la creencia nefasta en la infalibilidad de la autoridad.
* J. Gómez. elquintopoder / Chile