Quien no sea chavista, no es venezolano
Hugo Chávez Frías, junio de 2012
Bolívar no permitía que se fumara en su presencia, aunque gozaba de los bailes, donde todos fumaban. Sabía degustar un buen vino, un fino cognac y no hablemos de ese burbujeante champagne con que festejó el triunfo de Ayacucho. También sabemos lo estricto y escrupuloso que era en materia de administración pública, tanto que dispuso en una ocasión la pena máxima para quien sustrajera más de diez pesos del dinero del Estado. Conocemos de su indignación ante una propuesta de su vicepresidente Santander quien lo invitara por carta a entrar en un negocio… Sentía especial repulsión ante la eventualidad de que alguien lo acusase de abusar de su poder al favorecer a su entorno familiar, incluso el que a su cocinero particular se le hubiesen cancelado sueldos con dineros públicos… Esa moral íntima, que se convertía en pública sin mucha alharaca, no la compartieron sus conmilitones.
El culto a lo que dijo o hizo Bolívar es hoy, evidentemente, un culto oportunista, para exaltar o recordar fuera de contexto aquello que pueda ser tergiversado o adaptado con truculencia para nuestros días. Bolívar no era bolivariano, tampoco lo era Sucre; en cambio sí lo era Urdaneta que intentó –golpe militar de por medio- hacerlo regresar a la presidencia de una república maltrecha, cuando ya el caudillo se había resignado a emigrar. También a Marx le tocó declarar que no era marxista.
En el mundo católico, los ultramontanos, los integristas, aquellos acusados de ser más papistas que el Papa, tienen su representación más ingenua e impotente en los beatos y beatas que ven el diablo por doquier. Como algunos grupos religiosos que juzgan al baile o al licor sólo como la ocasión para pecar. Cuando a Fidel le fueron con el cuento de que los jóvenes se abrazaban y besaban, y hasta copulaban en los parques, preguntó de cómo otra manera esperaban los escandalizados burócratas que la gente llegara a reproducirse… Y brotaron las “Posadas del amor”. El “fundamentalismo” del siglo XX –de claro origen evangélico- no es sino la resurrección del antiguo “puritanismo”, el de la letra escarlata para señalar en una comunidad a la “adúltera”. En otras partes todavía se les apedrea hasta la muerte, o se les corta las orejas y la nariz por haberse rebelado al marido maltratador. Esa gente se niega a convivir con el “enemigo”, pues ello significa claudicar ante su potencia, dejarle libre el campo para que siga haciendo daño, mintiendo, halagando.
Esos arranques de pureza, de combate a la inficción, lo han sufrido muchos países en momentos críticos, de profundos cambios revolucionarios. La España de los Reyes Católicos no toleró más a los moros labradores y a los judíos comerciantes y les dijo algo así como que si alguien se siente incómodo con la nueva condición de cristiano, pues que pida su baja y se vaya. La inquisición persiguió con saña y perversidad aquellos “cristianos nuevos” sospechosos de haberse cristianizado o socializado sólo para seguir llevando la vida que habían elegido en su propio país.
La Revolución Francesa vivió su período “puritano”, de intolerancia criminal, el del terror instaurado por Robespierre y su inefable guillotina, “La Hojilla” avant la letre. La lección sirvió a Miranda y a Bolívar para practicar la tolerancia en tiempos de paz, facilitando el parlamentarismo tan admirado de los británicos. Sin embargo, el caudillismo militarista sembrado por las guerras civiles a lo largo del siglo XIX (y recuérdese, la guerra de independencia fue nuestra primera guerra civil, Vallenilla Lanz dixit) pudo más que el parlamentarismo británico o el federacionismo norteamericano, al punto de que los soldados de fortuna que llegaban al poder designaban quienes debían parlamentar y sobre qué.
Hoy el parlamentarismo venezolano está nuevamente secuestrado por el caudillo. Lo peor es que no se puede acusar al “mesmo” de haberse apropiado de la institución por excelencia del sistema democrático, dado que sus integrantes se ofrecieron como víctimas propiciatorias en aras de un país que sólo existe en la afiebrada mentalidad de guerra fría de su actual dueño. Un país al que hay que limpiar de vicios, de prácticas distractivas que han mantenido a buena parte de la población ocupada en acciones y creencias lesivas a la dignidad humana. El pueblo sería el sempiterno niño irresponsable, inconsciente, tan dado al engaño y a la guachafita. Y los tiempos no están para perder el tiempo en actividades que no contribuyan, directa o indirectamente, a la aparición de una nueva especie humana, la única que podrá ser declarada auténticamente feliz porque ha logrado que todos –óigase bien-, todos sin excepción quieran lo mismo y se satisfagan por igual, al suprimirse el origen de todo mal: la envidia.
Cuando todos seamos iguales y nadie aspire a tener lo que otro tiene (habrá por supuesto su excepción como en toda regla: los cerdos, perdón, la nomenklatura podrá tener más que los otros), eliminaremos de nuestros corazones esa envidia que nos carcome y nos impide atormentarnos con el éxito ajeno. Por eso hay que ir progresivamente reduciendo todo aquello que nos individualice, nos haga pensar distinto o satisfacer caprichos y gustos propios. El nuevo hombre y la nueva mujer serán uno solo, lo mío será tuyo y viceversa, y todos seremos Él, quien nos ama y sólo quiere nuestra felicidad y, por tanto, sabe mejor que cada uno lo conveniente para todos porque Él es el pueblo que somos todos, y eso es la Nación, la Patria, Bolívar.
(*) Profesor Titular de Arte Latinoamericano, Universidad Central de Venecuela. Miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte. Autor de una decena de libros de su especialidad. Curador y articulista.