por Fernando Mires
¿En qué se parecen Estambul y Río? Aparentemente en nada. Pero si pensamos un momento, en mucho. En nada, porque Estambul es la sede de una cultura islámica cuyo partido gobernante es confesional. Ciudad que alberga a dos culturas aparentemente antagónicas, una pre-moderna, marcada por la religión y otra post-moderna, marcada por el influjo cercano de Occidente. Río, en cambio, es libertino, tropical, insolente, bullanguero, futbolero, carnavalero, pendenciero, peligroso y erótico. ¿Y por qué entonces cada vez que miro en la televisión a esos jóvenes que llenan las calles y plazas no sé de pronto distinguir cual ciudad es una y cual la otra? La razón es evidente: los jóvenes peleando en contra de la policía son iguales en todas partes. No hay nada más homogéneo que la juventud en estado de rebelión. Ahí se les ve siempre, indignados, con sus pancartas ingeniosas, sus jeans y sus móviles (celulares), en pleno goce infantil apedreando y arrancando de los cami
ones lanza-gases. Sí; Estambul y Río se parecen cada día más entre sí.
Ambas son, por de pronto, ciudades de dos naciones que habiendo sido agrarias han experimentado un fabuloso desarrollo demográfico y económico, pasando de la sociedad industrial a la sociedad digital a un ritmo más que vertiginoso. Ambas, por lo mismo, rigen como «modelos» de desarrollo para los expertos occidentales. Una, para la pobre Latinoamérica; la otra, para la aún más pobre región islámica. Y no por último, tanto en Brasil como en Turquía han tenido lugar procesos de democratización post-dictatorial a través de elecciones libres, limpias y secretas.
¿Por qué no hubo ni en la Turquía militar ni en el Brasil militar demostraciones semejantes? La respuesta es simple, estimado Watson: la gente no es tonta. La gente protesta no sólo cuando debe sino cuando puede. Porque casi nadie sale a la calle cuando existe la posibilidad de ser atravesado por alguna bala. Por supuesto, la protesta democrática encierra peligros. Pero también requiere de ciertas seguridades. Razón que explica por qué casi siempre las grandes protestas sociales nunca tienen lugar en contra de fuertes dictaduras sino cuando esas dictaduras ya se han vuelto débiles. O en democracia.
De modo que hay una paradoja: las democracias son más afectas a protestas populares que las no-democracias. Y, lo más importante, las protestas populares en naciones democráticas no se dirigen en contra de la democracia. Por el contrario, sus actores exigen más democracia, más participación, o simplemente, ser más tomados en cuenta por los respectivos gobiernos.
En Turquía por ejemplo, la rebelión cuyo inocente detonante fue un motivo ecológico (el parque Gezi) se transformó en una protesta que exige la ampliación de las libertades públicas, una separación más radical entre laicismo y religión, más derechos para las mujeres, es decir, una plegaria colectiva para llevar a la nación a un nivel europeo más allá de la bruta economía. En Brasil, en cambio, la rebelión cuyo detonante fue aún más inocente (el aumento de los pasajes de la locomoción colectiva), se manifiesta en contra del exceso de corrupción, en contra de los gastos faraónicos del Estado, por más justicia social, e incluso por más “respeto”. La semejanza, por lo tanto, es algo sutil.
Tanto en Estambul como en Río tienen lugar protestas que expresan un cierto malestar en la democracia pero no con, y mucho menos, en contra de la democracia. Dichas rebeliones pueden llevar en algunas ocasiones a un cambio de gobierno, pero nunca a un cambio de sistema político. Contra la democracia solo luchan fascistas y comunistas. Y ni los jóvenes turcos ni los brasileños lo son.
El «malestar en la democracia», como se puede observar, es un término deducido del clásico de Freud, «El Malestar en la Cultura», libro en el cual el genio psicoanalítico quería revelar como vivir en cultura implica limitar pulsiones que sólo pueden ser liberadas en la vida salvaje (o en la primera infancia). Ahora, del mismo modo que la cultura, la democracia es limitante y en algunos casos restrictiva. La política, cuya forma pre-democrática está signada por la violencia, ha de ser sometida al interior de una democracia a límites, y el juego político regulado por instituciones. Eso quiere decir que del mismo modo como los neuróticos y los sicóticos protestan a su modo en contra de la cultura establecida, las multitudes en las calles lo hacen cuando las instituciones más que liberarlos los coartan o cuando los gobiernos sólo se representan a sí mismos.
Naturalmente, el malestar en la democracia tiene en Turquía un carácter más cultural que social mientras en Brasil tiene un carácter más social que cultural. Pero aparte del orden de los factores, lo que tiene lugar en ambos países es la expresión de -reitero- un profundo malestar en, pero no en contra de la democracia.
Alguna vez tendremos que coincidir en que los conflictos callejeros, sean culturales o sociales, son constitutivos a todo orden democrático. Una nación sin conflictos, o padece bajo dominación dictatorial o expresa la más profunda desintegración social y política. En cierto modo los observadores internacionales deberían alegrarse en vez de alarmarse frente a las manifestaciones que hoy tienen lugar en Estambul y Turquía.
El fenómeno no es nuevo. ¿Se acuerdan ustedes de los violentos estallidos sociales y raciales en la ciudad de Los Ángeles, hace justo veinte años? ¿Se acuerdan de las cruentos estampidos sociales y raciales en los barrios de París, el 2007? ¿Se acuerdan de las sangrientas rebeliones de las turbas inglesas de Tottenham, el 2012? Incluso el gobierno alemán, que ya ha encontrado un motivo para vetar el ingreso de Turquía en la EU, no se acuerda que sólo hace tres años, autos y locales comerciales de Berlín eran destruidos todos los primeros de mayo por hordas juveniles mientras el barrio turco de Kreuzberg era sitiado por policías militarizados. ¿Y ya nadie se acuerda de los estudiantes chilenos del 2011, cuando en medio de la tan pregonada prosperidad económica se apoderaron, y no siempre de modo pacífico, de las grises calles de Santiago? Evidentemente, tanto políticos como analistas padecen de mala memoria.
Estambul y Río hoy. Mañana serán otras las grandes ciudades. El deseo, en todo caso, será el mismo. El deseo de ser más de lo que se es frente al poder, toma de pronto forma pública, alertándonos a todos de que la historia no se acaba en la post-modernidad, de que la armonía viene del conflicto, de que el orden viene del caos y de que la democracia viene de la barbarie.